Testimonios

Víctimas revelan dramáticos detalles del momento del accidente

El grito del profesor y el infierno

La mañana del 27 de febrero de 2008 Lucinda Villalobos (68) se fue caminando al estadio municipal de Peñalolén para asistir a la primera clase de gimnasia aérobica de la temporada. Nunca se lañ perdía porque desde que empezó a ir no le volvieron a doler las rodillas. La profesora de historia Celia Borcosque (54) habló por teléfono con su marido, a quien el día anterior le había preparado una sorpresa por su cumpleaños, para decirle que había llegado bien a la clase. Siempre le gustó el deporte. Cuando joven compitió en atletismo y después siguió siendo muy activa.

Pabla Zúñiga (25) salió esa mañana a andar en bicicleta con su hijo Esteban (6). Él le dio la idea de ir al estadio municipal. Así él podía andar en las rampas mientras ella hacía gimnasia. “Yo dejé mi bicicleta y me paré, y él alcanzó a cruzar a la rampa y se cae el avión. Llegamos justo en el momento preciso”, afirma Pabla. Recuerda que “el profesor gritó ‘¡cuidado!’. Yo miré para arriba y vi el avión en mi cabeza. Dije ‘aquí me morí’, cerré los ojos y corrí y sólo sentí la explosión”.

Lucinda estaba más lejos del profesor -que hacía su última clase-, así que no lo escuchó gritar “¡cuidado!”. “Sentimos un ruido, pero pensando que esa avioneta iba pasando. Pero se vino entera abajo. Yo no tuve tiempo de escapar. Una amiga que estaba al lado mío quedó debajo del avión y a mí me pescaron al tiro las llamas. Si yo no debería estar acá, quedé a un metro de la avioneta”, cuenta asombrada.

Pabla lo primero que hizo fue mirarse las manos y las tenía negras. Luego empezó a gritar “¡Esteban!” y, en su desesperación, cruzó por medio del fuego rumbo a las rampas donde él estaba “y ahí fue donde más me quemé. En el minuto no lo pensé, no sentí dolor, nada. Yo no tenía cejas, la boca se me pegó con el calor, pero lo único que quería es que él estuviera bien, lo sentía gritar: ‘¡mamita, mamita!”.

Según le contó después a su madre, Esteban se devolvió hacia donde ella porque sintió un ruido extraño. “Miró al cielo y él vio que la avioneta como que se iba a caer y después se elevó de nuevo y después de cayó. Entonces él miraba al cielo y me decía ‘mamita, yo lo único que le pedía a Dios es que usted no se muriera y yo le iba a avisar, pero no alcancé’... Menos mal que no alcanzó”, afirma Pabla.

Finalmente lo tomó en brazos y estaba sano. Lo trató de tapar para que no viera, pero él ya había visto todo. “Vio el impacto, vio que gritaba la niñita que falleció con su mamá, vio a la gente que se quemó hasta que se murió. A la señora Beatriz (Fierro) que estaba ahí sin su pierna y nadie la sacó porque pensaban que estaba muerta y a la señora Lucinda, que corría por la cancha encendida entera”, señala. “Ése fue un infierno”, recuerda Lucinda. “Todos gritaban y lloraban, como que ahí nos estábamos muriendo no más. Yo iba arrancando envuelta en llamas, desesperada, pidiendo auxilio, pensaba que me iba a morir. Salí caminando sola por la puerta a la calle. Y había una señora apagando gente con una manguera y yo le dije ‘por favor, tíreme agua’ y ahí me apagó”, cuenta.

infografía Peñalolen

Una de las personas que socorrió a las víctimas lanzándoles agua fue Orlanda Soto (68), quien vive frente a la cancha. Esa mañana estaba barriendo la calle cuando se cayó el avión. “Las llamas llegaron hasta el portón, se quemaron todos los árboles”, recuerda. Rápidamente sacó la manguera e intentó apagar a los quemados. Dice que “unas señoras arrancaron para mi casa y se metieron a la ducha”.

Lo último que recuerda Lucinda es que la iban a subir a una ambulancia. “Yo estaba en una camilla desnuda porque la ropa se consumió. Lo único que preguntaba era cómo iba a saber mi familia. Me pidieron mi nombre y yo lo di. Después la dirección y ahí se me empezó a nublar, me quedé dormida y no supe más”. Lucinda fue trasladada a la Posta Central. Resultó con más del 50% de su cuerpo quemado. Lo único que quedó intacto fue el reloj de pulsera que le había regalado su hijo.


Mientras, Orlanda vivía su propio calvario buscando a su amiga Mariana Fierro (38) entre las llamas. Conversó con ella instantes antes del accidente. “Mariana estaba conmigo. Me dio un abrazo y un beso y se fue a la clase. Las cosas de la vida, el avión parece que la estaba esperando”. Momentos después la halló en la cancha calcinada, llevó agua y ropa para cubrirla. Mariana le alcanzó a decir que llamara a su marido para avisarle. Murió once días después en el Hospital de Carabineros.


Ese día fallecieron once personas, incluyendo los seis ocupantes de la avioneta de Carabineros y cinco mujeres que asistían a la clase de gimnasia, entre ellas Ana Álvarez (26), su hija Elizabeth Molina (4) y Silvia Gómez (52). Además, 25 personas quedaron heridas, cinco de ellas de gravedad, dos de las cuales fallecieron estando hospitalizadas, Mariana Fierro (38) y Sandra Garretón (58).

El periodista del municipio Andrés Covarrubias llegó al lugar –situado atrás de la alcaldía- poco después del impacto. “Era dantesco, la gente estaba prendida, con ataques de histeria”. Dice que en el estadio “hay un par de hectáreas donde ese día no había ningún ser humano, pero cayó justo donde estaban las vecinas haciendo gimnasia, al medio de la clase. Ésa es la rabia que da, de cómo es el destino”.

El pelo rizado de Celia

Benedicto Garay (66), esposo de Celia Borcosque, se enteró del accidente cuando estaba en su trabajo. Llamó a uno de sus dos hijos, que estaba en la casa lesionado producto de un accidente en motocicleta, para que fuera al estadio municipal mientras él llegaba. “Un compañero de trabajo me llevó. En el camino empecé a escuchar las noticias por la radio, siempre tratando de no pensar lo peor”, cuenta.

Después de llegar al lugar, cerca del mediodía le informaron que debía ir a la Posta Central porque posiblemente allí estaba su esposa. “Estuvimos ahí esperando y de repente viene una camilla con una señora que venía de otro hospital y lo único que se le veía era el pelo y vimos que el pelo era exactamente el de mi señora y mi hijo dice ‘¡papá, es la mamá, por lo menos está viva’!”, recuerda.

A Benedicto le fascinaba el cabello de Celia. “Su pelo era muy muy crespo, a veces trataba de alisárselo. Todas las mujeres siempre quieren hacer lo contrario. Me daba risa porque a veces iba a la peluquería y llegaba con el pelo bien liso y al otro día se levantaba y ya estaban todos sus rulos, porque era muy rulienta, tenía un pelo castaño, súper largo, a mí me fascinaban sus rulos”, confiesa.

“Y resulta que no era ella”, recuerda Benedicto sin poder evitar las lágrimas, reviviendo un dolor intenso. Dice que regresaron desesperados al estadio en un vehículo del municipio. “Nadie sabía nada o no querían decir. Finalmente, se apersonó el cura de nuestra parroquia y él nos comunicó el hecho. Nos dijo que Celia estaba identificada y fallecida”. Ya eran cerca de las 3 de la tarde.

Celia Borcosque (54) fue una de las dos mujeres, junto a Ramona Espinoza (72), cuyos cadáveres fueron hallados bajo el fuselaje y las alas de la avioneta, una vez que la grúa levantó los restos de la aeronave durante la tarde del 27 de febrero.

 

impacto avioneta

Lucinda despertó en abril

Lucinda estuvo un mes y medio inconciente y tendida boca abajo porque su espalda estaba muy dañada. Su pronóstico era de sobrevida excepcional. Fue intervenida en varias ocasiones y recibió injertos de piel. Finalmente despertó del coma en abril de 2008 y le dieron el alta el 25 de junio, el día de su cumpleaños. “Lo celebré en mi casa. Fue bonito, estaba toda mi familia. Estaba distanciada de unas hermanas hace tiempo, pero desde eso nunca más nos volvimos a separar”, afirma.

Sin embargo, en su casa le costaba dormir. “Tenía miedo. Yo nunca se lo había querido decir a nadie, pero yo pensaba capaz que me encuentren muerta, porque se iban a acostar los demás y yo quedaba solita”, recuerda Lucinda entre sollozos. La dejaban sola en una habitación porque estaba muy frágil. “Yo era como un cristal, no me podían tocar, todo me dolía, las sábanas eran como espina”, dice.

Lucinda bajó 14 kilos después del accidente. “Yo tuve que aprende a comer, a caminar, todo de nuevo”, cuenta. Actualmente utiliza un traje compresivo en todo el cuerpo para recuperar la piel quemada y no puede dejar de tomar calmantes para el dolor. Fue dada de alta del tratamiento kinesiológico y puede caminar sola. “Hasta me baño solita”, dice orgullosa, “hoy día hasta corrí para tomar la micro”. Cuenta que a veces le duelen las heridas y debe ocultarse siempre del sol.

Al mismo tiempo comenzó a recibir terapia psicológica y ahora duerme sola. “Ya no siento miedo, pero cuando veo algún incendio parece que veo eso”. Afirma sentir pena por todo lo que debió pasar y por sus amigas que murieron, pero alegría de estar viva. “Yo estoy contenta de que Dios me dejó acá, porque yo no debería haber estado”, afirma. Dice que apenas pueda, volverá a hacer gimnasia, pero nunca más al aire libre. Una sola vez volvió a pasar por fuera del lugar del accidente cuando volvía del hospital. “Miré y dije ‘aquí fue mi desgracia’”, cuenta.

 

 



La culpa de Esteban

Pabla estuvo tres meses internada en la Posta Central con graves quemaduras. Recuerda que quería salir pronto para estar con su familia. Durante ese tiempo a Esteban le iba excelente en el colegio y nunca preguntó por su mamá. “Él se bloqueó. Para él, yo me había muerto. Su profesora me iba a ver y me decía ‘es increíble la fuerza de Esteban, actúa como si nada ha pasado”, cuenta Pabla.

El día que regresó a su casa, Pabla lo esperó en la pieza. “Él entró, venía del colegio, me miró como de reojo y salió. Después, cuando yo lo hablé, entró a la pieza y me dijo ‘¡váyase, váyase!’ y empezó a llorar desconsolado, no lo podía calmar, lloró como tres horas ese día”, recuerda. “Cuando terminó de llorar, lo tomé en brazos como pude, porque me dolían las heridas. Después tuve que irle demostrando de a poco que yo estaba bien, pero le costó harto”, relata.

Esteban comenzó un tratamiento psicológico. Los especialistas le dijeron a Pabla que reaccionaba así porque se sentía culpable de lo que le había pasado a su madre. “Porque no me alcanzó a avisar”, explica Pabla mientras Esteban, esquivo en el suelo, le lanza un avioncito de papel. El niño comenzó a decaer en el colegio y estuvo cerca de reprobar el año. Actualmente su relación ha mejorado.

Pabla afirma que la vida le cambió por completo tras el accidente. Tres meses antes se había ido a vivir sola con su marido y su hijo. “Recién habíamos empezado el proyecto de formar nuestra familia, cuando uno se va a vivir solo es como que empieza una nueva vida, con hartas ilusiones, con ganas de tener otro hijo, y al final todas esas cosas quedaron atrás por todo lo que pasó”, lamenta.

Esto se suma a sus secuelas físicas. Recibió injertos de piel, tiene las extremidades y el abdomen con quemaduras y se le formaron queloides. “Con los cambios de temperatura duele mucho, el invierno fue terrible y en el verano se me seca la piel y se empieza a recoger”. Utiliza un traje compresivo, que le incomoda, y no se puede duchar con agua tibia. “Tengo que bañarme con agua helada, al principio era por la piel sensible, pero ahora es algo psicológico, me da miedo el agua caliente”.

Pabla afirma que para ella el tiempo se detuvo después del accidente. “Me queda la sensación de que ha pasado un año y no ha pasado nada en realidad. Entonces, como es como un mecanismo de defensa haber detenido el tiempo y tratar de que pase luego. Es como querer despertar de la pesadilla que ha sido todo este año”. Cuenta que recién ahora está volviendo a hacer su vida con relativa normalidad, “entonces ha sido un año que prefiero hacer como que no viví”.

 



El altar de Benedicto

A Celia le fascinaba el mar. Solía ir a vacacionar junto a su marido y sus dos hijos a la costa de la Séptima Región, donde ella se podía quedar mucho rato mirando el océano. Por eso Benedicto quiere algún día arrojar las cenizas de Celia al mar. Por ahora las mantiene en el dormitorio de ambos, en una urna de cobre sobre un altar que ella misma hizo alguna vez porque era muy católica. “Donde ella esté, yo la tengo siempre, todos lo días a mi lado”, afirma Benedicto.

Celia era muy alegre y espontánea y doce años menor que él. Un día ella se le declaró sin más preámbulo y al mes siguiente se casaron. Nunca más se volvieron a separar. “Yo con ella llegué a tener una conexión tal, prácticamente una comunicación mental. De repente yo levantaba el teléfono para llamarla y ella me estaba llamando simultáneamente”, recuerda.

No tenían televisor en el dormitorio porque disfrutaban mucho de conversar. “A veces nos daban las 4 de la mañana conversando los dos solos”, cuenta. Aunque ella no bebía, nunca dejaron de salir bailar. “Es terrible echar de menos esa compañía, dormir solo. De repente mis hijos se meten en la cama. Pero el dolor no se puede describir, yo a mi señora la quería mucho”, afirma con la voz quebrada.

Benedicto confiesa que todavía no puede aceptar la pérdida. “Yo sé que ya no está, que no la voy a ver más, pero hay algo en mí que se rebela”. Siente que la tragedia que se la llevó de su lado fue un hecho tan “estúpido” que no puede tener rabia, sino “sólo una pena muy grande”. “Lamentablemente fue un accidente desgraciado tan estúpido. Esa mala suerte de caer donde hay tanta gente”, maldice.

Actualmente el trabajo le ayuda a pasar el día a día, “pero el problema son los fines de semana”. Siente que debe ser fuerte por sus hijos universitarios. “Con ellos no conversamos mucho del tema, lo tratamos de evadir. Los tres estamos en silencio para no ahogarnos en la pena. Un día mi hijo mayor me dijo ‘papá, dónde está la mamá’ y fue terrible. Yo sé que tienen rabia, pero debemos estar unidos”, afirma. En febrero fueron los tres de vacaciones al sur y llevaron las cenizas de Celia.

Las clases de aeróbica continúan haciéndose, pero no en el lugar del accidente, sino en un polideportivo techado de la municipalidad. Asisten algunas de las mujeres que sobrevivieron y quedaron sin mayores daños. “No hay miedo de la gente, ellas mismas quisieron seguir con las clases”, explica Fernanda Martínez, de la corporación de deportes de Peñalolén. Al mismo tiempo, las mujeres que estuvieron presentes el día del accidente formaron un club deportivo, que llamaron “Renacer”.

 


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León Navarro, Natacha Ramírez, Fernando Jimenez