Miércoles 20 de mayo de 2015
Tycho Brahe y Johannes Kepler se encontraron por primera en el año 1600. Ya se conocían epistolarmente y se respetaban, pero ahora se necesitaban mutuamente.
El danés Tycho era un noble que, contrario a la tradición, se había hecho académico. Con 54 años era una figura casi mítica. Con apoyo de su rey Frederik había construido el mejor observatorio astronómico de la historia previa al telescopio en 1578. A lo largo de 21 años, y gracias a numerosas innovaciones brillantes, había recogido los datos más precisos del Sistema Solar que la humanidad había conocido.
El germano Kepler, de 28 años, era hijo de un mercenario y la curandera del pueblo. Había sido rescatado por el sistema escolar del ducado de Württemberg (al sur de Alemania), que lo transfirió de la escuela popular luterana a la de latín y culminó en la Universidad de Tübingen en 1594. Fue profesor de matemáticas desde entonces.
Tycho era el observador minucioso. Había llegado a la convicción de que los dos modelos cosmológicos de la época, el geocéntrico de Ptolomeo y el heliocéntrico de Copérnico, estaban errados. Y había imaginado otro, uno con la Tierra en el centro, el Sol girando en derredor y el resto de los planetas, a su vez, girando en torno al Sol. Pero necesitaba que el matemático Kepler testeara su hipótesis.
Kepler era el teórico creativo. Había descubierto que entre las órbitas de Júpiter y Saturno podía inscribirse un triángulo, que es una de las caras del tetaedro, e interpretó esto como señal de un "diseño divino". ¿Sería posible que las órbitas de los seis planetas (los conocidos en esa época) estuvieran definidas por sólidos platónicos anidados entre ellas? Esa era su hipótesis cosmológica. Así, necesitaba las observaciones de Tycho para probarla.
El encuentro de estos dos astrónomos estuvo marcado por vaivenes. Además de sostener diferentes modelos del cosmos, tenían enormes diferencias culturales y sociales. Pese a las dudas y desconfianzas, Tycho entregó a Kepler sus observaciones y le aconsejó estudiar la órbita de Marte, el planeta que más se alejaba tanto de las predicciones geocéntricas como de las heliocéntricas. Su intuición le indicaba que estas discrepancias no eran el problema, sino que señalaban dónde concentrar el esfuerzo. Poco después murió de una extraña complicación urinaria, habiendo interactuado con Kepler sólo 18 meses y sin alcanzar a ver resultados. Sus últimas palabras fueron: "No dejen que parezca que he vivido en vano".
Por su parte Kepler atendió el pedido. Con una persistencia enternecedora, y sin herramientas modernas de cálculo (ni siquiera existían los logaritmos), trató por ocho años de ajustar las observaciones con una órbita circular y, por supuesto, no pudo. La fe incorruptible en los datos lo hizo descartar los círculos, junto con su teoría, la de Tycho, y la premisa ancestral de que sólo las esferas eran suficientemente perfectas para el cielo. No sin disgusto, comenzó a probar con otras curvas. En su diario escribió: "He limpiado los establos de Augías astronómicos de círculos y espirales. Lo único que me queda ahora es un carro de bosta."
Pero rápidamente la resignación pasó a la euforia: Encontró que las órbitas eran elípticas con el Sol en uno de los focos y luego, que los planetas las recorren como péndulos, acelerándose al acercarse al Sol y frenándose al alejarse.
Este descubrimiento fue un elegante misterio cósmico hasta que Isaac Newton, más de 70 años después, demostró en su obra magna "Principios matemáticos de la filosofía natural" que si uno toma por válidas las leyes de la física los planetas se comportan siguiendo las hoy llamadas "Leyes de Kepler". Nuestra "Física Clásica" nació validada gracias al trabajo combinado de Tycho y Kepler, dos hombres talentosos a los que la educación les permitió alejarse del camino predestinado, a uno por su nobleza y al otro por su pobreza.