Miércoles 28 de octubre de 2015
Durante las últimas décadas, dos equipos de astrónomos han venido usando los telescopios más avanzados del mundo para seguir la trayectoria de las estrellas más cercanas al centro de la Vía Láctea. Ambos equipos encontraron, por ejemplo, que la estrella que más se acerca a dicho punto da una vuelta alrededor del mismo en unos 15 años a una velocidad promedio de unos 1.500 kilómetros por segundo. Estos números implican una cantidad muy grande de masa total contenida en el espacio interior a la órbita de la estrella, efectivamente varios millones de veces la masa del Sol.
La medición incontestable de tan enorme cantidad de masa, sin embargo, no necesariamente ofrece evidencia incontestable de la existencia de un agujero negro. Más importante que la masa total en este contexto es la densidad, es decir, el hecho de que esa masa esté contenida en un volumen relativamente pequeño de espacio. Mucha masa en un volumen muy pequeño significa una altísima densidad, y es esto lo que finalmente se considera evidencia sólida de la presencia de un agujero negro. Muchos esfuerzos se han hecho para proponer alternativas y no tener que colocar toda esa masa en un solo objeto ubicado en el punto central de la galaxia, pero todas ellas han sido descartadas por observaciones complementarias o sólidos argumentos teóricos.
El del centro de la Vía Láctea es entonces la mejor evidencia disponible de la realidad de los agujeros negros supermasivos y, al día de hoy, todo indica que la presencia de un agujero negro central supermasivo es común a todas las galaxias grandes. El siguiente adelanto en este tema ya está cerca e involucra la observación del llamado horizonte de eventos del agujero negro, ese punto pasado el cual ya ni la luz puede escapar del tirón gravitacional del monstruo central.
Si bien esta evidencia espectacular es reciente, los agujeros negros son a la vez una consecuencia natural de la Relatividad General, y la solución que los predice la encontró Karl Schwarzschild tan solo un mes después de que Einstein publicara dicha teoría en 1915. Esta capacidad de no solo explicar fenómenos conocidos, sino también de hacer predicciones sobre cosas desconocidas –las cuales pueden ser verificadas o echadas por tierra por experimentos que a su vez pueden ser replicados– constituye la columna vertebral del método científico. Vista así, la de los agujeros negros es una de las tantas historias triunfales del pensamiento crítico humano.
Por supuesto, una pregunta que surge inmediatamente a la mente curiosa es cómo llegan estos objetos a acaparar tanta masa. Puesto que es muy difícil imaginar que nacieron siendo tan masivos, se cree que van creciendo con el tiempo gracias a la materia que cae en ellos en forma de gas, estrellas y otros agujeros negros. Extrapolando hacia atrás en masa, los agujeros negros supermasivos deberían entonces originarse a partir de semillas menos masivas, aunque siempre astrofísicamente viables.
Dichas semillas podrían ser otro tipo bien conocido de agujeros negros, aquellos que quedan cuando estrellas muy masivas terminan su vida en forma de explosiones de supernova y que tienen masas bien medidas que van hasta 10 o 20 veces la masa del Sol.
El gran problema con esta idea es que no se han encontrado agujeros negros con masas entre 100 y 100,000 veces la masa del Sol, es decir, de masa intermedia entre los livianos, producto de supernovas, y los supermasivos como el del centro de la Vía Láctea. Grandes esfuerzos se vienen haciendo para ubicar este eslabón perdido en la cadena de masa, lo que proporcionaría gran soporte a la idea predominante sobre el origen y crecimiento de los agujeros negros.