Decir que fue otra noche de terror es poco. Como se había anunciado, y en un virtual preámbulo de lo que se espera sea hoy la jornada más difícil, pasadas las tres de la mañana locales el estruendo de baterías de misiles de defensa antiaérea ucraniana que repelían ataques desde el aire de fuerzas rusas volvieron a crear pánico en los cerca de tres millones de habitantes de esta capital, en cuyas periferias se combate en forma violenta, según medios de prensa locales.
Ya todo el mundo sabe que el objetivo de la operación militar de Vladimir Putin, condenada por casi todo el mundo (que se limitó a imponer pesadísimas sanciones económicas, pero que no envió ayuda concreta) es
derrocar al gobierno pro-occidental y pro-OTAN de Volodimir Zelenski. E instaurar en esta exrepública soviética que quiere ser libre, europea y occidental, un gobierno estilo Bielorrusia, títere de la gran madre Rusia.
Quien no había escapado en masa ayer, durante una segunda noche de pesadilla, volvió a tener que refugiarse en las entrañas de la ciudad, en búnkers, estacionamientos y estaciones de metro de una ciudad totalmente fantasma. Al menos tres veces el ulular tétrico de las sirenas de alarma obligaron a todos, incluso a corresponsales de guerra, a bajar a los refugios.
Allí podían palparse el terror, el desamparo, la angustia, el desasosiego. Y las historias, los rostros, las personas que hay detrás de esta guerra en el corazón de Europa que, ya no hay duda, marcará un antes y un después en cuanto a los equilibrios geopolíticos del mundo.
Entre las 50 personas refugiadas en el estacionamiento subterráneo del hotel donde se encuentra esta corresponsal, el Radisson Blu del barrio del centro norte de Podin, la mayoría eran ucranianos, junto a una minoría de periodistas internacionales. Había familias con muchos niños, adolescentes, ancianos, una joven discapacitada totalmente desorientada que cada tanto lanzaba sonidos guturales, perdida en ese contexto desconocido y hostil, e incluso mascotas inconscientes del drama.
Algunos habían logrado hacerse de un colchón tirado en lo que era la parte de servicio subterránea del hotel, transformada en comedor-dormitorio. En medio de una muy buena organización, el personal del hotel, evidentemente aterrado pero preparado y acompañado en buena parte por familiares, daba instrucciones con gentileza y firmeza.
Cuándo bajar al búnker, cuándo salir, cuándo volver a bajar. "Mejor quedarse abajo ahora, hay explosiones". También repartía mantas para quienes se habían instalado en sillas colocadas en el garaje, zona más fría, e incluso fármacos para quienes de repente acusaban dolores de cabeza fruto de la tensión, el miedo a no saber qué viene, qué pasa, qué pasará.
Algunos niños dormían, otros jugaban, dibujaban, mientras sus padres, con rostros adustos, controlaban la información en sus celulares para decidir qué hacer. Entre los refugiados se destacaba una familia española del movimiento católico Neocatecumenal, con ocho hijos.
"Hace diez años vinimos a misionar a Kiev y nunca nos imaginamos que podría llegar a pasarnos algo así, la guerra", dijo a LA NACION Sara Aguilo (41), madre de Joaquín (15), Amparo (13), Agustín (11), las gemelas Irene y Sara (9), Vicent (7), Esteban (5) y Loreto (2). Mientras ella, ama de casa, intentaba controlar esa tropa, que parecía divertirse con esa extraña aventura, su marido Joaquín Carbonell (45), que enseña español en la Universidad Municipal de Kiev, con el celular se la pasaba conectado con personal de la embajada española que les había prometido evacuarlos en el primer convoy que pudiera salir de la capital, con rumbo a Polonia.
"Ayer a la mañana en principio nos levantamos para ir al cole, pero desde que comenzó a sonar la sirena de alarma, en los chats de la escuela nos dijeron que no había que ir y al ver degenerar de este modo la situación, algo que nunca nos esperamos, nos enteramos de los convoyes de la embajada española y aquí estamos", contó Sara, oriunda de Valencia, como su marido.
Como en su casa no se sentían seguros, decidieron pasar la noche en el hotel, que tiene búnker, a la espera de la evacuación, que finalmente ocurrió a las siete de la mañana, en una ventana de respiro entre ataque y ataque.
"Esperábamos un desenlace más progresivo, no esto... Aunque algo indicaba que todo se iba precipitando. ¿Crees que Putin ha movido todo este berenjenal para que no pase nada?", comenta Sara, que dice que prefiere no meterse en política. ¿Qué espera para el futuro? El objetivo ahora es huir de Kiev, llegar a Polonia y luego a Valencia. ¿Volverán a Kiev?
"Quiero volver a recoger la casa. Pero después de una situación así, va a ser difícil arrancar de nuevo. Hemos formado muchos lazos en este tiempo, los chicos, además de español, hablan ruso y ucraniano, todos son bilingües aquí. Pero si hay un cambio de gobierno y de las condiciones, ya no creo que podremos entrar a Ucrania", afirma.
¿Qué se llevaron? "Efectos personales y el ordenador", dice Joaquín. ¿Qué dejan en Kiev? "Ropa juguetes, el coche", agrega.
Mientras desayuna, con rostro joven y adusto, preocupado, Alexandra Romani, arquitecta de 24 años y la única que habla inglés de los ucranianos presentes en el búnker -junto a los managers del hotel-, también planea irse. Cuenta a LA NACION que decidió venir a pasar la noche en el hotel junto a su familia porque en sus casas ya no se sentían seguros. "Somos nueve en total", precisa, señalando a sus padres, Viktoria y Vasil, sus suegros, Leiza y Vasil y sus cuñados Svat y Iurgem.
"Svat trabaja en el hotel y ayer vinimos, discutimos sobre la situación y como estaban las avenidas atascadas para huir hacia el suroeste, hacia Rumania, decidimos esperar y pasar la noche acá", cuenta, con ojos llenos de terror.
¿Piensa que van a derrocar a Zelenski? "Nadie sabe ni qué hacer, ni qué va a pasar... Pero si él se va ¿quién lo va a reemplazar? Putin quiere sacarlo, pero los ucranianos vamos a luchar", asegura.
Coincide su marido, Andrej, también arquitecto, que no oculta su enojo con las fuerzas occidentales supuestamente amigas de Ucrania. "¿Dónde están? Las sanciones contra Rusia no sirven para ayudarnos, nos dejaron solos", acusa mientras toma un café en el comedor-búnker.
A lo lejos se siente un estruendo. El enésimo. "Ya no podemos vivir así, tenemos que irnos", interrumpe Alexandra, que, un par de horas más tarde, decidirá partir. Destino, Rumania. "Mi jefe me dijo que tiene una casa donde nos puede hospedar. Vamos hacia allá, ojalá Dios nos acompañe".