Hace 50 años que los chilenos no nos perdonamos, acusándonos mutuamente de la llegada del marxismo al poder en 1970, dicen unos, o por el golpe militar de 1973, dicen otros. Pero los chilenos, más que culpables, fuimos víctimas. Víctimas de un mundo que estaba desquiciado por la Guerra Fría, la división Este-Oeste, la bipolaridad en la que Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaban en una lucha ideológica y potencialmente nuclear, de la cual no escapaba ningún país. Las diferencias políticas que los chilenos teníamos en esa época no habrían llegado al extremo de una cuasi guerra civil y posterior golpe militar, de no haber sido Chile arrastrado a la lógica de la Guerra Fría por las grandes potencias.
Por eso, los chilenos deberíamos perdonarnos. Fuimos protagonistas involuntarios de una época en que la Tercera Guerra Mundial, que no podía disputarse directamente entre EE.UU. y la URSS por el peligro nuclear, se desarrollaba entonces en terceros países: recordemos el aplastamiento por parte de Moscú de las protestas populares en Alemania, Polonia, Hungría. La guerra de Corea. La construcción del Muro de Berlín en 1961 por el régimen marxista. La crisis de los misiles soviéticos en Cuba, en 1962. La invasión soviética a Checoslovaquia en 1968, solo dos años antes de la llegada de Salvador Allende al poder en Chile. Las revelaciones de Alexander Solzhenytsin y Boris Pasternak sobre las atrocidades cometidas en la URSS. Los efectos de la guerra de Vietnam y la obsesión norteamericana con el avance del marxismo, que llevaba a Washington a instalar gobiernos títeres en Latinoamérica y otras regiones. En resumen, era la división del mundo en áreas de influencia norteamericana y soviética, amenazadas por la bipolaridad atómica.
Chile estaba en la zona de influencia norteamericana, pero se instalaba un gobierno marxista. El país aportaba el control del paso bioceánico austral, una larga costa en el Pacífico, y posiciones insulares y antárticas de indudable valor estratégico. Por eso, la llegada de la Unidad Popular al poder tenía enormes repercusiones internacionales.
En esas circunstancias extremas que vivía el mundo asumió en 1970 Salvador Allende, con un 36,2% de los votos. Para el marxismo era la primera vez que lograba el poder sin doblegar a un pueblo por las armas sino vía elección, y por eso la ex-URSS convirtió a Allende en un símbolo. No importaba lo que pasara con los chilenos, lo interesante era demostrar que la dictadura del proletariado era irreversible a nivel mundial. La “Doctrina Brezhnev” decía que un país que entraba a la órbita socialista no podía salir voluntariamente de ella.
El Presidente Allende hizo explícita esa dependencia al denominar a la URSS "nuestra hermana mayor" (discurso de Allende en el Kremlin, 6-12-1972). La revolución chilena estaba íntimamente ligada al movimiento revolucionario marxista leninista mundial, y Carlos Altamirano decía que "la cuestión básica del poder jamás se resolverá en la tribuna parlamentaria, siempre ha sido y es fruto de la lucha insurreccional" (Genaro Arriagada: "De la vía chilena a la vía insurreccional"). Fidel Castro pasó más de tres semanas en Chile en 1971 con su propia "tropa de choque" para apoyar ese propósito.
EE.UU. también tuvo responsabilidad en la extrema tensión que vivió Chile en los años 70. Su táctica era instalar regímenes antimarxistas que obedecieran las órdenes de Washington y sus intereses políticos y económicos. La gran frustración de EE.UU. fue no poder manipular a las FF.AA. de Chile, pues tenían una larga tradición a la que respondían disciplinadamente.
Y así, tal como Allende —que probablemente creía en el socialismo democrático— fue víctima de las expectativas soviéticas en la región, también la dictadura militar chilena fue víctima del enojo de Washington por su actitud independiente. Los soviéticos desvirtuaron a Allende al utilizarlo para sus propios fines de expansión mundial. Y EE.UU. castigó con sanciones económicas y militares la independencia y actitud propia de la junta militar chilena. La violación de derechos humanos sin duda fue un factor que Washington consideró además —pero solo además—, pues solía entenderse perfectamente con muchas dictaduras sumisas a EE.UU.
Que la chilena fuera la única dictadura militar latinoamericana que entregaba una economía en buena marcha y se retiraba tras perder un plebiscito era algo inédito y se valoraba en el mundo occidental. Pero que Chile se liberara en 1973 de la influencia soviética fue un golpe insoportable para la estrategia marxista, que no se perdona hasta hoy.
Incluso, cuando después la URSS invadió Afganistán en 1979, el entonces líder soviético Brezhnev dijo que “no podía repetirse la pérdida del poder ocurrida en Chile” (diario Pravda, 12-1-1980). A su vez, la independencia para actuar del gobierno militar chileno en el plano nacional e internacional fue una molestia también inaceptable para la estrategia de EE.UU. de la contención, que consistía en instalar gobiernos manipulables para combatir la expansión soviética.
Chile vivió la triste experiencia y pagó las consecuencias de ser un país que no pudo escapar a los intereses de las grandes potencias, que llevaron al mundo a la locura de la guerra ideológica y amenaza nuclear. A pesar de nuestras propias divisiones, falencias, ideologismos y disputas políticas, Chile y los chilenos también fuimos víctimas. Por eso, tratemos de mirar el futuro respetándonos más en nuestras legítimas diferencias.