¿Basta con que una Constitución garantice derechos individuales? ¿Es suficiente reconocer espacios de autonomía a las personas o es necesario también establecer derechos colectivos?
La respuesta a esas preguntas exige considerar la forma en que se constituye la individualidad y el lugar que en ello posee la cultura.
Con frecuencia los partidarios de la democracia liberal esgrimen una ontología de la vida social ingenua. Sostienen que la sociedad en rigor no existe y que lo que hay son individuos cuyos intereses a veces convergen formando grupos más o menos densos. Para quienes así piensan, los individuos son anteriores a la experiencia social que influye en ellos. Ese punto de vista que suele ser calificado de "atomista"(porque de acuerdo con él los individuos serían los componentes indivisibles y antecedentes de la vida social) es obviamente erróneo. El sujeto humano es siempre el resultado de la interacción con otros, recibe de ellos el lenguaje, una memoria de tiempos que lo anteceden, un mundo ya configurado. Por esta razón los grupos culturales no son susceptibles de un análisis reduccionista en términos de acciones individuales o de estados de ánimo. Nadie examinaría la cultura como la suma de acciones individuales, de elecciones agregadas o sucesivas.
Como resultado de esa sencilla constatación, aparecen un conjunto de argumentos en favor de las minorías indígenas y su cultura.
Desde luego, si como se sigue de lo anterior, la identidad individual se configura en la interacción con otros, entonces es posible reivindicar el multiculturalismo y, a la vez, enfatizar la importancia del individuo. Desde ese punto de vista es necesario bajo ciertas condiciones proteger las culturas minoritarias no porque sean valiosas en sí mismas, sino porque ellas son importantes para la libertad individual. La libertad se ejerce eligiendo; pero la elección requiere un contexto de sentido que la oriente y ese es la cultura. Imponer cambios a una cultura o apagarla sin más, o tolerar que se apague como consecuencia de la influencia externa de una cultura dominante, es privarla del contexto de elección que es el único que permite que sean los integrantes de esa cultura quienes la cambien o modifiquen mediante sus propias elecciones.
Y esa protección no solo sería relevante para los miembros de dichos grupos, sino también para el conjunto de la comunidad política. La protección de esta o aquella cultura minoritaria contribuye a hacer más rica la propia búsqueda de aquellos que, en primera instancia, no la comparten. Si se protege la cultura de un grupo indígena o un pueblo originario, los extraños a ese grupo o a ese pueblo, y no sus integrantes, serán quienes verán multiplicada la oferta de sentido con que ejercer su autonomía. Dicho de otra forma: la protección de una cultura minoritaria posibilita el aumento de las ofertas de sentido disponibles y favorece, en suma, a que la gente esté más expuesta a la relatividad de la propia vida y así sea más autónoma.
Pero —podría preguntarse—, ¿acaso todo lo anterior no se alcanza con derechos puramente individuales?
Evidentemente no. Se requieren derechos colectivos. Es fácil reparar en la razón.
Usted no puede proteger la lengua como un bien privado, puesto que los lenguajes privados no existen (no es casualidad que la unificación de la lengua haya sido un proyecto político en el surgimiento de los estados nacionales); tampoco puede reconocer la libertad religiosa si no acepta el culto como una práctica social (el cristiano, por ejemplo, no podría ser sal del mundo si se le recluyera en su espacio privado); menos podría reconocerse el valor de la propia identidad si no se aceptan y protegen formas colectivas para reproducirla (como la educación).
Todas estas consideraciones alcanzan no solo a las minorías indígenas, por supuesto, sino a todas las culturas minoritarias. Y es que la vida humana se ejercita mediante opciones conjuntas. Los seres humanos necesitamos emprender acciones guiadas por una intencionalidad compartida (los juegos son un ejemplo y también los ritos o el lenguaje o el cultivo de lo que consideramos sagrado), y esas actividades compartidas (al menos las que el discernimiento indique que son fundamentales) requieren de alguna protección para ser realizadas, necesitan de alguna forma de autonomía colectiva para existir.
¿Significa lo anterior que los derechos colectivos (lingüísticos, religiosos, territoriales) pueden esgrimirse en contra de los derechos individuales? Por supuesto que no.
Una cultura puede ser protegida contra las fuerzas externas que quieren apagarla; pero no contra la opción voluntaria de sus propios miembros que decidan abandonarla. Eso explica que el límite a su protección deben ser los derechos fundamentales que una sociedad abierta considera un ámbito que está más allá de cualquier particularidad cultural.