El problema de cuál sea la índole del derecho a la educación —si un derecho individual o social— ha acompañado a la educación desde los mismos orígenes del sistema escolar. La autoridad educativa, ¿debe radicar en la familia, la que así puede reproducir su posición social mediante la escuela privada, o en el Estado, que, mediante la escuela pública, se esfuerza por igualar a las personas con prescindencia de la cuna?
Como casi todos los dilemas sociales, este (a pesar de lo que preferiría el simplismo que en estos momentos, y de este lado y del otro, inunda el debate) no admite una solución sencilla.
Veamos. Hay fuertes razones en favor de una educación conducida por el Estado o, si se prefiere, conducida por la comunidad política. La principal es que la educación es el mecanismo mediante el cual las sociedades reproducen lo que tradicionalmente se llamó su conciencia moral, es decir, el puñado de valores, virtudes y lealtades que, al ser indispensables para la vida compartida y la cooperación, deben ser aprendidos por todos de la misma forma. Si cada familia pudiera escoger el proyecto educativo y este último careciera de restricciones, la herencia cultural y económica se reproduciría ilimitadamente, la sociedad se fragmentaría, y sería, a fin de cuentas, un puñado de familias incomunicadas entre sí.
Pero hay también fuertes argumentos en favor de la libertad educativa en manos de las familias. En una sociedad en la que coexisten diversas formas de vida y se respetan libertades tan importantes como la de conciencia o la libertad religiosa, debe reconocerse a las familias el derecho a transmitir a sus hijos la forma de vida, las convicciones y el tipo de vida que juzgan mejor. Si se consagrara un solo sistema educativo, con un currículum uniforme, este derecho se amagaría, las familias se verían privadas de su tarea de transmisión cultural y la diversidad se amagaría. Las sociedades democráticas son diversas, heterogéneas, y la escuela es también el lugar mediante el cual los diversos grupos y formas de vida intentan reproducir sus valores. La pluralidad de una sociedad democrática —religiosa o de otra índole— también se expresa en el sistema escolar.
¿Cuál es entonces el mejor diseño que una regla constitucional debiera recoger?
La respuesta, que recoge buena parte de las constituciones que consagran el Estado social, es que el mejor diseño es el de la provisión mixta.
Un sistema escolar de provisión mixta admite la existencia de escuelas públicas y privadas; pero para que sea genuinamente mixto o, si se prefiere, mixto al alcance de todos, es imprescindible que haya colegios o escuelas que, sin pertenecer al Estado, se financien de manera suficiente con rentas generales. Si la educación privada dependiera solo de la renta familiar, entonces los más pobres no podrían optar por ella. Un sistema de provisión mixta financiado con rentas generales, permite, en cambio, que las familias puedan escoger con independencia de la renta. Y así, una familia católica podría escoger un colegio de esa índole para sus hijos, una agnóstica otro para el suyo, etcétera.
Junto a lo anterior, y para fortalecer el sentido de pertenencia a una misma comunidad, es imprescindible la existencia de un currículum común y predominante. Esta es la única forma de que, existiendo un sistema mixto, todos los estudiantes sean expuestos a la misma experiencia cognitiva, hasta donde esto es posible. Ese currículum debe dejar espacio, desde luego, para la autonomía de la escuela y para la existencia de proyectos educativos diversos; pero sin admitir cualquier contenido en estos últimos (Claudio Magris observaba que si se deja que los padres eduquen a sus hijos como les plazca, muy pronto habría quienes excluirían de su proyecto educativo a ciertos grupos con el pretexto de que no comparten su ideario o surgirían escuelas satanistas, y otras cuyos profesores serían cartománticos y magos, y con el argumento de que toca a los padres educar a sus hijos no habría manera de impedirlo).
¿Satisface esos principios el proyecto del Consejo que será sometido a plebiscito? No del todo.
El proyecto es extremadamente cuidadoso en proteger el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales o religiosas (al leerlo, se tiene la impresión de que el principal desafío de la hora es resistir una avalancha estatal que está a la puerta de los hogares); pero no pone el mismo énfasis en la dimensión social o pública de la educación (que inspiró la aparición del sistema escolar de masas), y arriesga así olvidar que la modernidad inventó la escuela no para reproducir la familia, sino al revés: para independizar la trayectoria vital de los niños y niñas de su origen familiar.