Caminaba por la calle, plena Alameda, buscando una picá que me dieron para comprar rollos de fotos cuando sonó mi celular (no es de mi orgullo y todavía me ruborizo cada vez que lo escucho). Era la Carola, una amiga que trabaja en el complejo deportivo de la UC y que, entre la bulla de las micros, sonaba agitada:
- Amanda, me dijo, te necesito. El Intendente de Melipilla tiene un amigo que tiene a su niñita de ocho meses muy enferma y no tiene plata para comprar la máquina que le puede salvar la vida...
La Carola me relató un melodrama y medio y yo no sabía si era esmog o la historia, pero estaba llorando en plena calle, colorada de vergüenza, sin saber qué tenía yo que ver en todo esto.
"¡Caro, le dije, anda al grano poh!" y me resumió que había un evento con el equipo de fútbol adulto de la Católica que esa noche iba a ir a jugar contra Melipilla un amistoso a beneficencia... "y necesitamos un equipo femenino que haga de preliminar para atraer más gente...", me gritó por el celular.
- Guáááá, me estás leseando, Caro
- No para nada, ¿qué me dices?
- Que sí. Déjamelo a mí que yo junto unas catorce y vamos a Melipilla, pero con una condición.
- ¿Cuál?
- Que tú juegues en mi equipo...
Hubo un largo silencio.
Luego de llamar y buscar, me costó bastante explicarle a cada una de mis amigas de lo que se trataba, pero funcionó porque junté a dieciséis que estaban felices de jugar fútbol en un estadio de verdad.
A las seis nos recogió el bus que nos puso la Caro. En el viaje fuimos armando los dos equipos, unas jugaríamos de rojo y las otras de azul, algo así como UC contra un combinado nacional (no, nada que ver con el pisco).
Entre tanto taco, llegamos un poco tarde a Melipilla y el fútbol de los hombres ya había empezado. La Caro, nerviosa, nos habló algo de problemas de horario y que en vez de preliminar íbamos a jugar en el entretiempo de ese partido para entretener a la gente.
Hacía mucho frío para pantalones cortos, así que, cuando el primer tiempo aún se jugaba, nos fuimos a un costado para calentar unos diez minutos. En eso nos pilló el pitazo del árbitro que marcaba nuestro turno.
En esos quince minutos de fama había que demostrar que no éramos ni cuicas ni tampoco minitas de colegios caros ni malas para el fútbol. Había que intentar no matarse de la risa o de la rabia con los mil y un piropos que caían de las graderías. Había que jugar lo mejor que se pudiese, ocho por lado en una cancha gigante de fútbol verdadera y con una cantidad abismante -para nuestra corta trayectoria- de público.
Todas estábamos nerviosas, pese a que sabíamos que era por una buena causa, pero el nervio -aunque era rico y extraño- estaba presente todo el tiempo. Jugamos veinte honrosos minutos de buen fútbol. Fue una increíble experiencia: las luces; la arquera pegándose voladas; la gente; la Laura tropezándose en el área y quedando con los calzones al aire; los aplausos, y las risas. Fuimos más un montaje teatral que dieciséis deportistas; éramos como la atracción, pero no la calidad, y la verdad, nada nos importaba, fuimos a ayudar, queríamos aprovechar de jugar y lo hicimos.
El combinado nacional (que era mi equipo) ganó uno a cero, con gol de... la Carola, que al final accedió y jugó con nosotras, pero el resultado casi daba lo mismo.
Cuando llegaron los futbolistas a la cancha para reanudar el segundo tiempo, tuvimos que salir de la cancha, no sin antes sacarnos una buena foto grupal para la prensa con todo el plantel de la UC.
Búsquenme, estoy al lado del Pipo Gorosito.
Amanda Kiran