"¡Ya pos Amanda, apúrate, oh!"
Mi amiga Celeste, la polola del Rolo, quería que le soltara la ducha. Estábamos ocho amigos en la casa del Rolo en Pichidangui, con carne para un regimiento, miles de verduras y millones de botellas de vino para que nos mantuvieran firme durante el 18.
En Pichidangui estaban, además del Rolo y la Celeste, la Caro con el Pedro, mi hermano, su amigo "el pelao", y yo. Como a las once, el Rolo despertó a toda la tropa con una versión a capella del himno nacional, inmortalizado además por la cámara fotográfica de la Celeste, que se hacía un rato mientras me gritaba que se quería duchar.
Entre el canto, las fotos y las duchas, se nos estaba pasando el tiempo para ir a ver las carreras a la chilena, que según el Rolo, era una tradición imperdible en el balneario. Su papá llevaba siempre a todos los cabros chicos y los hacía apostar entre ellos cincuenta pesos para que aprendieran a elegir al ganador. Parece que el Rolo había aprendido bien y eso es lo que nos quería enseñar.
La cancha estaba a veinte minutos de la casa y yo, que sé desde chica andar a caballo, me moría por ir a ver las carreras, así que me apuré con la ducha.
Después de una larga caminata llegamos a un lugar precioso, una pista de tierra armada en el medio de unos cerros verdes y decorada con banderitas de colores. En una esquina había un quiosco hecho de hojas y coligües, pero eso daba casi lo mismo entre tanto olor a choripán y empanadas que me recordaba que ni siquiera habíamos tomado desayuno y eso que ya eran las tres.
Nos volvimos locos sacando fotos, y nos arrepentimos mucho de no haber llevado la parrilla, porque, como pequeños matorrales, había varias familias avivando sus propios fuegos y gozando con pedazos de carne y volantines.
Pero ya era tarde para eso, porque en la cancha debían estar listas dos mujeres que, como dice la tradición, hacen una muestra antes de las carreras oficiales. Era el comienzo, refrendado por el juez hablando por megáfono.
-Amigos todos, estamos este dieciocho reunidos aquí, para ver las carreras, pero antes de comenzar, como es tradición, deberían correr las dos mujeres mas diestras de la zona, lamentablemente este año, una de ellas, no pudo asistir, por problemas personales, por lo que no se llevarán a cabo.
Se escuchó el ohhhhhhhhhhh del gentío.
No sé de adónde me salió, pero de repente se me ocurrió gritar: ¡Yo puedo!
Mis amigos me miraron sin entender.
Por primera vez en años, la carrera de mujeres tendría apuestas.
6 a 1000. Seis personas iban por mi (mis amigos), mientras que el resto ponía su plata por la Rosa, la de la casa, 32 años, con cara de cuarenta, de malas pulgas, pero buena gente.
Mi estómago ya no tenía dueño, el nervio se apoderó totalmente de mí. Me subí mas transpirada que la Jorrita, la yegua que me pasaron sin montura. Arriba de ella, ya no pensaba mucho en nada, sentía a mis amigos gritar como barra "¡¡¡Amanda!!!, ¡¡¡Amanda!!!!"
Los niños hasta payas le dedicaban a la Rosa, inmensa favorita para la gente que no entendía qué hacía una misiá como yo arriba de un caballo. El sol, mis gotas de sudor mojándome el pelo, el cuello, las cejas, todo, La Rosa mirándome como quien mira una presa de pollo, de repente sonó el megáfono 3, 2, 1. ¡YA!
De la nada, le pegué a mi yegua Jorrita; la Rosa, a la de ella, tan fuerte que se paró en dos patas relinchando. La Jorrita y yo, en cambio, comenzamos a correr como si al final estuviera la vida, mientras sentía un bullicio que no me dejaba respirar, que se mezclaba con el polvo, mis nervios, la llegada. La Rosa me alcanzaba, pero la Jorrita, cómplice, no quería eso, y trataba de apurar su galope, como si fuéramos de otro lado, un equipo distinto y distorsionado, invadiendo un mundo que se veía siempre de lejos. Era tan rápido su paso que le empecé a pedir a la Jorrita que se calmara, sooo, sooo, pero nada, ella seguía sola llevándome a la meta.
La Rosa estaba a la altura de mi oreja, casi empatamos, pero la Jorrita apretó su paso, lo apretó, lo apreté, casi me estaba cayendo, aguántame Jorrita, no corrai tan rápido, poh, pero no me hizo caso y ganamos, por una cabeza.
El asado fue más grande que cualquiera que hubiese cabido en nuestras parrillas. Con las apuestas ganadas y el cariño de la gente, logré bajarme de mi -bueno casi mía- yegua. Le di un beso, grande Jorrita, pero me corrió la cara y se lo dí en el cuello. Fue increíble, yo era una heroína y hasta la Rosa me felicitó.
Al ir regresando a casa, cuando sólo quedaba el olor de la emoción, se me acercó una niña, y me dijo: "oiga señorita, la Joyita es mía" y se fue.
¿La Joyita es mía? No entendí nada.
Camino a Santiago se me iluminó la ampolleta. Joyita, Joyita..., con razón no me pescaba. Ese era el verdadero nombre de mi yegua.
Amanda Kiran