-Anita, te paso a buscar mañana temprano, ¿ya?
Roberto hablaba con la Anita, su polola, mi amiga, y yo le envidiaba su cara de felicidad. El es mi mejor amigo y a los dos los presenté hace tres años. Como los conozco a los dos, pensé que podían tener alguna onda. Y la tuvieron.
Resulta que esta noche Roberto nuevamente estaba dando la batalla para inculcarle a ella el amor por el deporte. La Anita era de ésas que sólo juega a las cartas, así que acompañar al día siguiente a su pololo a subir el Manquehue era la mejor prueba de lo mucho que lo quería.
-Es tu culpa, Amanda- me dijo Anita esa noche por teléfono- porque me andai presentando a ese maniático deportivo que me hace subir esas montañas, a pleno sol...
No pude contener la risa. Capaz que se apune, pensé.
Ojalá que no, porque yo sabía algo de lo que tramaba Roberto, y además era parte del secreto.
Ese sábado, mi amigo llegó a la casa de Anita, que lo esperaba con su mejor tenida deportiva y obviamente los zapatos mas cómodos, para poder aguantar las dos y hasta quizá tres horas de hazaña hacia arriba. El le había comprado un lindo gorrito naranjo para que no se insolara, se lo puso y partieron.
Llegaron en auto hasta los pies del cerro, y de ahí, con el "caregallo" en su esplendor, comenzaron a subir. Solos.
Más tarde Roberto nos contaría que a los diez minutos ella ya se había tragado la primera botella de agua, y apenas escuchaba los mensajes de ánimo que él le daba unos buenos metros más arriba.
Pararon un par de veces en la subida, y Roberto la ayudaba cuando la veía mal. De todas maneras, vaya a saber uno de dónde, la flaquita sacaba fuerzas para vencer la pequeña pero eterna distancia que quedaba hacia la cima. Cuando faltaban quince minutos para llegar, ella le dijo "mi amor, no puedo más" y se sentó en el suelo espantando los mosquitos que querían contarle miles de secretos.
-Pero Anita, no queda nada- le dijo Robeeto.
-Es que no puedo, me duelen los músculos, tengo hambre y mucha sed. Estoy chata.
Roberto tuvo que bajar unos metros para encontrarla. "Anita, no camines más, no hace falta. Quería llegar a la cima para decirte esto, pero siento que estás sufriendo, y la verdad, no quiero que sufras cuando te pregunte si te casarías conmigo.
Y ¡guaaa! saca de la caramayola un suave y simplísimo anillo...
y ¡guaaa! entre el cansancio y la emoción, la Anita no dijo nada y se cayó desmayada encima de los mosquitos.
-Hey, cabros, ayúdenme a subirla- nos gritó Roberto, mientras empezamos a bajar de la cima, donde los estábamos esperando hacía media hora con un tremendo picnic para celebrar, todo organizado por el novio.
La llevamos en andas hasta la cima, entre todos, y ahí esperamos que reviviera, ya con el picnic hecho, el anillo en el dedo y Roberto al lado, medio histérico con tanta espera.
Cuando se despertó, la abrazamos como si hubiese metido el gol del triunfo.
Miró a Roberto y le dijo: "Chuta mi amor, ¿y si hubiéramos subido el Everest?"
Sí, era cierto, necesitaba un poco de azúcar.
Amanda Kiran