Decidimos ir esa noche a Valparaíso, a ver reales fuegos artificiales en la capital de los fuegos artificiales, algo así como tomar leche al pie de la vaca, pero se nos ocurrió bastante tarde, lo suficiente como para agarrar un taco entre todos los que querían ir a Valparaíso.
Partimos como a las seis en el escarabajo de la Cata, uno amarillo claro, de los viejos, un clásico, sólo sabiendo que queríamos ver los fuegos, el resto lo decidiríamos sobre la marcha.
El camino lo hicimos con Annie Lennox y Alanis Morrissette, las pobres aguantando nuestras desafinadas que llamaban la atención de los autos que nos acompañaban en la carretera.
Llegamos a Valparaíso como a las diez y media. Otro gran taco para bajar por las extensas curvas que nos parecían eternas. La Cata -que ya estaba chata de manejar- no quiso soltar el volante, porque teníamos un acuerdo para que yo condujera después de las doce, y ella es de palabra.
Logramos estar a las once de la noche en las angostas calles de la ciudad vieja, llena de gente, autos, niños esperando la novedad, porteños incómodos por la invasión, los bares esperando vender más que el año pasado, gringos como locos con las medias mochilas buscando hospedaje, jóvenes haciendo malabarismo para acortar la espera y ganar unas monedas, banderas del Wanderers por todos lados, y familias enteras con sus mesas plegables comiendo la cena de fin de año en plena calle.
Se venía una buena noche, pero quedaba menos de una hora, y no habíamos ni siquiera estacionado el auto. Así que tomamos la decisión que sin saber cambiaría al menos la vida de la Cata.
Dejamos el auto por ahí tirado y empezamos a correr, teníamos que llegar al ascensor "El Peral", en la mitad de Valparaíso, para subir a un cerro perfecto y sobrepoblado de gente ansiosa de ver el magno evento que explotaría en el cielo.
Corrimos mucho, al menos media hora, con algunos altos que la Cata, tocándose las costillas, llamaba "puntada mortal". Estábamos bien cansadas y asustadas de no alcanzar, pero nunca perdimos la calma, nos tranquilizaba saber que por último nos teníamos la una a la otra para darnos el merecido abrazo, y trotar un poco antes de Año Nuevo no nos hacía mal.
Un cuarto para las doce llegamos al ascensor. Había una cola de trece personas, todas desesperadas por subir. Esperamos como un siglo. Primero se llevó a cinco, dos señoras con sus hijos, y un solo marido. Luego se subieron dos parejas de europeos, fuertones, pero felices, que andaban viajando por toda América y eligieron Chile para pasar las fiestas, y finalmente nosotras dos con Raúl y Pedro, dos santiaguinos que andaban casi en la misma que nosotras.
Mientras nos presentábamos en ese metro cuadrado, explotó el cielo.
Nos miramos, nos reímos y de una mochila salió una champaña casera, cosecha del papá de uno de ellos. Comenzaron los abrazos, los jolgorios y los fuegos se veían desde la vieja ventana de madera que estaba en el techo, el mismo lugar por donde salió disparado el corcho de nuestra propia celebración.
Por media hora se iluminaron nuestras caras; los ojos parecían más brillantes y más vivos. Nos sentimos afortunados, como estar en una gran suite, con el cielo encima...
Ese fue un buen año para la Cata, porque desde ese día reconoció el amor a primera vista; porque la siguiente vez que volví a ver a Pedro fue como testigo del matrimonio de la Cata con Raúl, dos años después, en el 2000; porque a esa noche le pusimos "la puntada triunfal", en vez de "mortal". Porque a fin de cuentas, como siempre, había valido la pena la carrera.
Amanda Kiran