A destiempo. Tricky recorre la música según sus propias cuadraturas. Su actuación en Chile fue extraña pero sorprendente y por momentos conmovedora.
Cristián Soto L.De la boca de Tricky no está saliendo voz sino que humo. Bocanadas blancas cubren casi por completo su cuerpo enjuto; y quizás sea verdad que el hombre que anima la noche del sábado 22 de agosto en el Teatro Caupolicán es, más que un cantante, un espectro. Pocas veces se ha visto en Chile una figura musical así de inasible, que enfrenta al público al revés de cómo enseña el manual de estrella. Incluso con tres mil personas al frente, Tricky puede ensimismarse hasta lo inquietante.
Tricky nos da la espalda por largos minutos. Tricky mueve la cabeza velozmente, como poseído. Tricky se pone el micrófono sobre el corazón y luego mira al cielo. Tricky sacude los brazos y el pecho, incómodo ahí dentro de su propio cuerpo, tan pequeño, tan tatuado. No puede sacarle uno la vista de encima, pese a que la música podría avanzar casi sin su presencia.
La base la da una banda que en su propia conformación es un desmentido categórico al halo formal del antiguo trip-hop: es blanca, es eléctrica y vaya que es rockera. Tanto, que los covers que escoge parecen tomados de la discoteca de un crítico de la revista Rolling Stone: un saludo a The Cure ("Lovecats"), otro a XTC ("Dear God") y otro a Motörhead ("Ace of spades"). Si hasta para entrar al escenario han pedido que suene de fondo un viejo hit de ¡Phil Collins! (rechifla segura del público hispter).
Esos tres homenajes se escuchan casi irreconocibles, y las canta no Tricky sino que su compañera, Francesca Belmont, la joven que cumple a medias (por su excesiva timidez) el casi imposible desafío de reemplazar en vivo las voces que antes dejó grabadas Martina Topley-Bird. Al menos hay que reconocerle su sentido del humor. La chica se hace un lado y sonríe cuando Tricky -la pesadilla de cualquier guardia de seguridad- invita con las manos a que vengan a bailar con él sobre el escenario. Salta un chico, luego otro. Van diez, después veinte. 60 chilenos terminan saltando junto a la estrella de Bristol, quien a esas alturas se ha vuelto invisible. Los hombres de chaqueta flúor necesitarán pronto un calmante.
Un poco antes, el inglés ha saltado él mismo al público para perderse entre los brazos de la cancha. En su paso por Argentina, dos días antes, lo han llamado "el Iggy Pop negro". Son los códigos del rock, en forma y fondo, los que animan a un hombre que hoy desconoce al movimiento del que se le achaca paternidad, el trip-hop, y que quizás por eso revisa muy rápidamente y casi sin ganas los temas del célebre Maxinquaye, el disco que hace trece años dio inicio a una nueva etapa en la música occidental y sacó a Adrian Thaws de un futuro casi seguro de pobreza.
Hoy Tricky está más cómodo gritando los versos de su estupendo álbum Knowle West boy, pues allí no hay vanguardia, sino realismo; y en los versos de un tema como "Council estate" late la verdad de su origen: los blocks de vivienda social de un suburbio de Bristol, la feroz orfandad desde los cuatro años, las lecciones precoces sobre cuánto duelen los golpes policiales, lo inútil que puede ser llenar el tiempo en una escuela pública y, por fin, el grito bendito que lo llevó de la cárcel juvenil a la música: "Remember, boy, you're a superstar". Tricky sólo cumple con esa imposición existencial, mostrando sobre el escenario a la vez ese pasado de marginación y ese talento redentor.