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Antuco: Francisco Mouat rescata una historia en la que el dolor pudo más

Luis Renca Rubio era el papá de uno de los cuarenta y cuatro conscriptos que murieron congelados, y la horrible muerte de su hijo Julio César lo sumió en una depresión de la que no se libró jamás.

10 de Agosto de 2008 | 11:43 | Francisco Mouat

SANTIAGO.- Las notas policiales de los diarios a veces son escuetas, secas como una rama de árbol sin hojas. Lees en ellas los hechos desnudos, sin adjetivos, sin explicaciones. Leí no hace tanto una información de apenas un párrafo que decía que en el sur de Chile, a un costado de la ruta Santa Bárbara, un agricultor de 47 años se había suicidado colgándose de un árbol.


El agricultor se llamaba Luis Renca Rubio, y sufría una depresión. Había estado internado en el hospital de Los Angeles, pero por alguna circunstancia que la información de prensa no precisa, abandonó el lugar sin que sepamos si fue dado de alta o no por los médicos que lo trataban.


La tragedia es que Luis Renca Rubio no aguantó la angustia ni un solo día fuera del hospital, y apenas pudo se colgó de un árbol. Un amigo de la familia lo encontró con los ojos desorbitados, una soga amarrada al cuello, sus piernas fláccidas, a quinientos metros de su casa.



Luis Renca Rubio no aguantó la angustia ni un solo día fuera del hospital.

Francisco Mouat

Luis Renca Rubio era el papá de uno de los cuarenta y cuatro conscriptos que murieron congelados en Antuco, y la horrible muerte de su hijo Julio César lo sumió en una depresión de la que no se libró jamás.


Su historia es la historia de los que quedan, de los que permanecen vivos –en su caso, a duras penas– cargando el luto y el dolor de saber que tu hijo murió dramáticamente cuando hacía el servicio militar, durante una caminata irresponsable que nunca debió haber sido ordenada, dadas las condiciones climáticas.


La orden superior era caminar veinticuatro kilómetros en los faldeos del volcán Antuco a partir de las cinco de la mañana del 18 de mayo de 2005. Los reclutas obedecieron, como les enseñan en el Ejército a que hagan. Y empezaron a caminar, y vino el viento blanco, la tormenta de nieve, y el paso se fue haciendo cada vez más difícil, y el peso del fusil, de la mochila, se fueron haciendo cada vez más insoportables, y en medio de todos ellos iba Julio César Renca Navarrete, que no pudo más y se quedó a morir congelado en el camino.


La tragedia de los conscriptos no sólo involucró a los reclutas que murieron y a los que se salvaron. La tragedia de Antuco respira hasta hoy en las casas de las víctimas, entre sus padres y sus hermanos, en el espíritu de quienes dieron la orden y también en la siquis fracturada de todos aquellos reclutas que lograron avanzar y llegar a destino, dejando atrás los cuerpos congelados por el frío, la nieve y el agotamiento de quienes hasta ese día habían sido sus compañeros en el servicio.


Alonso Cifuentes Cid, sobreviviente, fue entrevistado casi un año después de la fatal caminata en la nieve, y aún no zafaba del horror: “Tengo mucho miedo”, decía. “Duermo y como poco. Lo único que hago es ver televisión y fumar. Aún escucho las voces de mis compañeros muertos y los veo en la calle”.


Descubro en Formas breves, de Ricardo Piglia, una imagen reveladora: “Un pianista insomne busca, en la noche, los restos de una música que se ha perdido. Son siempre pasos en la nieve: marcas silenciosas en una superficie blanca. Allí se encierra el sonido de los sueños”.


Luis Renca Rubio, agricultor, recibió los restos de su hijo en un ataúd, lo enterró en algún cementerio del sur y comenzó lentamente a enterrarse él también. Lo hizo en silencio, durante casi tres años, hasta ahora, en que acabó su vida colgado de un árbol, en un costado del camino Santa Bárbara, a quinientos metros de su casa.


“Marcas silenciosas en una superficie blanca”. Los pasos de los soldados de Antuco se marcaron en la nieve, pero la tormenta los fue borrando para siempre. Las huellas de todos ellos están en otro sitio, y por mucho tiempo más.

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