Fuimos juntos. Él reporteaba el partido. Yo estaba a cargo de las fotografías, ambos alumnos del equipo (universidad) que nos tocaba reportear. Eso no tenía importancia. Al menos, visible.
Fuimos a cubrir un clásico. Un clásico en el rugby. Ambos sabíamos poco de este deporte, pero estuvimos aprendiendo. Quince jugadores por equipo, tiempo de cuarenta minutos por lado y la pelota no podía ir hacia adelante, a no ser que fuera de una patada. Siempre pases hacia atrás. Etc.
Muchas reglas nuevas, cuando uno compara con el fútbol. Pero ahí llegamos. Mucho público. La mayoría mujeres. Lindas mujeres. Y nosotros dos, listos y dispuestos a hacer nuestro mejor trabajo.
Al acercarnos al entrenador, el Rorro, se dio cuenta que lo conocía. Había sido profesor de él en algunos ramos electivos. Tenis y fútbol. "¿Y qué haces aquí?", se preguntaron al unísono. "Vengo a cubrir su partido profe". "¡Ah!", respondió él, "este es mi equipo, desde este año, y no tengo reservas ¿Lo puedes creer? Están todos para el partido de primera, que es más importante, y a nosotros nos tiran a los leones con 15 justos". Rodrigo se rió y se acercó a mí para presentarme y aprovechar un permiso para sacar algunas fotografías.
Se dio inicio al partido y nosotros atentos a todo. El Rorro gritaba, corría y alentaba a su universidad. Estaba peleada la cosa y se podía dar para cualquier lado. Llegó el final del primer tiempo y el descanso.
El Rorro, se puso al lado de su profesor, y escuchó la charla técnica. No entendía nada, pero se estaba tomando muy en serio la "cobertura" del partido. Yo, por mientras, sacaba fotos y trataba de demostrar el espíritu de lo que estaba pasando en esos momentos. Traspasar todo. Pura adrenalina. Se lo estaban tomando en serio, como una final. Para ellos no era sólo un partido. Era él partido.
Y vino el segundo tiempo. Transcurrió el partido hasta que llegó el inconveniente. Se lesionó un jugador a los treinta minutos del segundo tiempo, cuando el marcador estaba parejo y la transpiración saltaba hasta las gradas. La cosa no daba tregua y este equipo no tenía recambio. Fue cuando el Rorro tuvo que aparecer. Su profe lo miró y él lo supo.
Sin estar al tanto, tuvo que aprender en la cancha lo que era el rugby. Una excelente cobertura. Demasiado intensa. Dentro de la cancha.
Rodrigo, alto, robusto y sin miedos, se metió con unos pantalones cortos prestados y la polera de la Universidad. Menos mal, andaba con zapatillas. "Mira", le dijeron, "quédate acá atrás y no dejes que nadie pase, y si te llega la pelota, agárrala y corre hacia adelante sin parar". "Está bien", contestó él. "Lo haré".
Le faltó solamente pintarse la cara con corcho negro. Se posesionó de su papel de jugador de rugby, y yo de fotografiar hasta el último momento de su corta carrera de jugador. Quedaba poco, Rodrigo ni había tocado la pelota y pasó…
Una patada del equipo contrario hizo que la ovalada llegara directo a sus brazos. Asustado y pálido, vio como todo el mundo corría hacia él. Sentía gritos, retos, ánimos, flashes. No supo qué hacer y empezó a correr. Más bien, empezó a escapar. Corrió, corrió y corrió, tratando de no chocar con ningún mastodonte. Sin saber cómo, llegó hasta una línea, y se detuvo. Estaba eufórico. Sin darse cuenta, y de puro terror, había marcado un try. Y con eso el punto del partido.
La patada no importaba. Ya habían ganado. Salió en andas y eso también lo fotografié. No sacamos la mejor nota, pero mis imágenes están cuidadosamente enmarcadas en la casa de los papás de Rodrigo. Con eso, quedamos más que conformes. Y con un partido inolvidable.
Amanda Kiran