En 1991, Hirst salta a la fama con esta obra que muestra a un tiburón tigre australiano disecado, de más de cuatro metros de largo, colocado en un enorme recipiente de cristal y cuidadosamente suspendido en una solución de formaldehido, premitiendo así al espectador tener una vista panorámica del animal. Recurriendo al lenguaje de los museos de historia natural, que presentan cadáveres como si estuvieran vivos, Hirst trivializa el sufrimiento de la vida de los animales, utilizando sus cuerpos y sus muertes para reflexionar sobre la existencia humana.