Existen numerosos casos en que pinturas clásicas han servido de inspiración a pintores modernos, y este es un perfecto ejemplo. Durante más de veinte años (desde 1949 hasta principios de los años setenta) Francis Bacon, considerado uno de los principales artistas británicos del siglo XX, pintó una serie de imágenes de pontífices derivadas del "Retrato del Papa Inocencio X" (1650), de Diego Velázquez. La dureza en la expresión del rostro del cuadro original del Santo Padre impresionó de tal manera a Bacon que, aparte de considerarlo una de las más grandes imágenes del arte occidental, admitió más de alguna vez haber estado absolutamente "obsesionado" con ella. En sus manos, Inocencio X sufrió una enorme transformación. Para Bacon, la imagen papal presentaba una serie de posibilidades casi infinitas para la asociación y la metamorfosis. En la tela, el personaje parece descomponerse físicamente con una brutal angustia que procede de su interior.

Prisionero en su trono (que parece más bien una especie de silla eléctrica), el atormentado Papa, salpicado de sangre y con los puños cerrados, está a punto de estallar en un grito de desesperación. Los sombríos tonos azules y violetas dan vida a esta trágica escena que, en vez de escandalizarnos, debiera producirnos una tremenda compasión. Contemplamos la desgarradora visión personal de un artista que vivió una compleja vida, pero que fue capaz de vaciar su energía creadora en conmovedoras obras maestras. Bacon nunca vio el original del pintor español, aunque tuvo muchas oportunidades. "Me negué a visitar el cuadro por temor a ver la realidad del Velázquez tras haber estado tanto tiempo jugando con él. No quería ver esa maravilla del arte y pensar en las cosas estúpidas que había hecho con ella".