La primera persona que dijo conocer Isla Guamblin fue Lipi, el piloto de la pequeña embarcación que nos llevó a la Laguna San Rafael en marzo. Ese día salimos desde Puerto Rio Tranquilo hacia Bahía Exploradores para conocer el glaciar más famoso de Chile. Mientras navegábamos, una vez más, el tema de Guamblin salió en la conversación. La fecha límite se acercaba y hasta ese momento no teníamos ni una pista de cómo llegar. La información de la isla se limitaba a un estudio chileno-alemán con conjeturas biológicas, a las escuetas página de Wikipedia y al informe de Conaf que indicaba que cero personas la visitaron durante el 2014, además de la Guía Copec que se llenaba de redundancias hasta decir que “el solo hecho de llegar a esta isla es de por si un privilegio. Ahora, sí puede acceder a la isla misma, venciendo olas y escarpada geografía, mejor aún”. También agregaba que los supuestos aventureros que llegan hasta ahí lo hacen en pequeños aviones (¿se lanzan en paracaídas?) porque la bravura del mar hace prácticamente imposible acceder por esa vía. De todo eso hablábamos, una vez más. Divagábamos acerca de opciones, de una línea aérea que realiza vuelos locales entre la Décima y Onceava Región; una toma aérea y fotografías desde el aire tendrían que bastar para completar esta crónica. Estábamos en eso cuando Lipi, con un oído biónico (el viento apenas dejaba escuchar) lanzó palabras mágicas: yo conozco Guamblin, he ido un par de veces a marisquear, es un lugar increíble. Nos contó un poco acerca de sus aventuras y de que nuestra mejor opción, si la Armada no accedía a transportarnos (una idea que rondaba pero se diluía con cada mail no contestado), era llegar hasta Melinka, en el Archipiélago de las Guaitecas, y pedirle a algún pescador de la zona que se animara a llevarnos. “Eso sí, por menos de un millón de pesos imposible, está demasiado lejos y es muy peligroso”, soltó Lipi. Los tres nos miramos y supimos de inmediato que otra opción acababa de irse más lejos que la misma Guamblin, que a esa altura era sinónimo de cualquier garabato para decir que algo está demasiado lejos.
Un mes después, cuando estábamos en Ushuaia, la ciudad argentina considerada como la más austral del planeta, a horas de para partir hacia Cabo de Hornos, la isla y parque nacional más al sur del mundo, recibimos el ansiado correo de la Armada. Con la característica formalidad castrense, nos invitaban a embarcarnos dentro de tres días en una travesía que podía llevarnos a Guamblin, o al menos a mirarla desde cerca. Estábamos a 2.481 kilómetros de Puerto Montt y teníamos cerrado un trato con una empresa de cruceros de lujo que nos ayudaría a tachar de la lista dos parques que en un principio también se veían como muy complicados de acceder. Tuvimos que dar las gracias y partir hacia el sur del mundo con un mail en que el Capitán de Corbeta nos aseguraba que si se abría otra opción en el futuro nos avisarían con el máximo margen de tiempo posible. Guamblin seguía demasiado lejos.
El cuatro de mayo, cuando aprovechábamos el sol de Pan de Azúcar luego de demasiados días sobre los 4.000 metros de altura, volvió a resurgir la esperanza. Un correo electrónico del jefe de operaciones de la Armada nos preguntaba si seguíamos interesados en ir a Guamblin. La respuesta fue obvia y luego de un par de intercambios nos dieron la fecha definitiva: el seis de junio a las 23 horas había que estar en el muelle de Quellón, ahí empezaría un viaje que supuestamente duraría 10 días. A esa altura, ni perder las entradas para el partido inaugural de la Copa América era tan grave (sí, reconozco que mandamos a Guamblin el proyecto muchas veces por hacernos esto), Guamblin estaba cerca y solamente quedaba esperar que nada malo pasara. Había que tomar un bus a Chiloé, llegar hasta Quellón, ver la final de la Champions League en una fuente de soda, hacer hora y embarcarse en el Buque de Rescate y Salvataje Ingeniero Slight, nuestra nueva casa por mucho más tiempo del que esperábamos.
A las pocas horas de navegación nos empezamos a familiarizar con nuevos conceptos. No se comía, se ranchaba; la gente no se mareaba, se corneteaba; uno no dormía en piezas, lo hacía en camarotes; la comida y los tragos no se servía en salas de estar, para eso estaba la cámara de oficiales, de sargentos y de marinos; las cosas no se guardaban ni amarraban, se trincaban. Y así, pura terminología cotidiana naval. Nosotros, por ejemplo, pasamos a ser los Guamblines. Estábamos horas entre libros, series, sudokus, aplicaciones que no requerían conexiones a internet, ranchábamos con los oficiales y el capitán, aprovechábamos los escasos momentos de señal en los celulares (nos enteramos cuatro días después del numerito de Arturo Vidal y su Ferrari) y no mucho más: eran horas y horas de navegación con el sólo propósito de llegar a la isla. Aprovechamos de conocer Isla Guafo, donde el buque ancló y protagonizó, junto a un helicóptero de la Armada, el cambio de guardia y abastecimiento en un faro, donde cuatro personas dejarían la soledad para darle paso a otros cuatro que pasarían los próximos seis meses acompañados de muchos árboles, pájaros, televisión por cable y un internet lentísimo; son los fareros, un oficio que se da en 18 puntos del mar chileno y que hasta ese momento desconocíamos en gran medida.
En uno de esos días, que se diferenciaban demasiado poco entre sí como para distinguirlos, el buque se empezó a mover. A balancearse cada vez más fuerte de izquierda a derecha. Los sonidos de platos y copas quebrándose contra el suelo y el de las olas contra las ventanas convertían el momento en una escena de película. Mientras todo eso nos sorprendía, el característico sonido de un pito de árbitro de fútbol anunció que alguien hablaría por altoparlante: “Estimados, les habla el capitán y para los que preguntaban, por esto se le llama Golfo de Penas. Terminen sus labores y vayan a descansar a los camarotes, que la situación no cambiará en las próximas seis horas”. Y así fue, estar parado era sinónimo de vomitar, cosa que muchos marinos no pudieron evitar por una repentina inundación en la bodega que obligó a todos a trabajar manteniendo el equilibrio como un adolescente en el Tagadá. Al final se logró llegar al siguiente destino (Guamblin era el último si es que alcanzaba el tiempo): Faro Raper. Aquí también aprovechamos de descender y, además de tener la suerte de poder ver el empate 3 a 3 entre Chile y México porque el viento no nos dejó embarcar de vuelta esa noche, pudimos apreciar en vivo el sorprendente cementerio de ballenas azules, que varaban en la costa de aquella isla: a esa altura los cadáveres tenían un color salmón y eran devoradas hasta los huesos por todo tipo de aves que disfrutaban el festín que les regaló la naturaleza.
A esa altura las tareas del Ingeniero Slight estaban casi totalmente cumplidas. Faltaba hacerle mantenimiento a una baliza que quedaba justamente camino a Guamblin. Así que luego de atravesar otra vez el Golfo de Penas (se volvió a mover mucho) nos acostamos la noche del 17 de junio cruzando los dedos: el capitán nos informó que al otro día, cerca de las nueve de la mañana, estaríamos frente a la isla y de haber condiciones climáticas y de mar apropiadas, un zodiac no llevaría hasta la orilla. De lo contrario, bromeaba, le hacen una toma desde lejos y después anclamos en cualquier isla para que graben primeros planos, total nadie se va a dar cuenta. Nos despertamos a las ocho de la mañana y uno de los oficiales nos desayunó con la buena noticia de que el mar estaba picado, pero que nos iban a llevar. Así que hicimos las tomas desde lejos, nos tomamos un café y nos formamos con los salvavidas puestos para recorrer los cerca de tres kilómetros que nos separaban de la orilla. A pesar que costó buscar un lugar para acercarse a la costa por la abundante presencia de algas (se enredan en la hélice y afectan al motor), los 15 minutos de viaje estuvieron menos duro de lo que se anticipaba en las guías e internet.
Finalmente desembarcamos entre Punta Piedras y Punta Arenas (una de las dos zonas de la isla que tienen algún nombre) en una playa donde en lugar de arenas habían miles de conchas y a los pocos metros del mar comenzaba la vegetación: primero había arbustos de todos los tamaños y luego comenzaba la pendiente poblada por árboles nativos, principalmente coigües. Teníamos solamente una hora para recorrer, grabar y sacar fotografías de una isla que habíamos esperado meses por conocer y esa misma ansiedad provocaba que las expectativas fueran altísimas: fantaseábamos con encontrar alguna laguna rodeada de aves de distintos colores. Sin embargo, la realidad era muy distinta. Además de las infinitas conchas y del verde que por las nubes de ese día no lucía tanto, pudimos ver un chungungo (una nutria marina o gato de mar), varios tipos de aves y formaciones rocosas erosionadas que le daban a la costa un aspecto bastante especial. Al caminar hacia el interior de la isla, la falta de tiempo, de información y de un machete nos impedían hacerlo con mayor profundidad. Así, los sesenta minutos pasaron y el oficial que nos acompañó nos apuró e hizo saber que las condiciones del mar estaban empeorando y había que salir inmediatamente. Así, con el agua hasta la cintura, comenzamos a empujar el zodiac hasta una profundidad que le permitiera arrancar al motor, dejar atrás un objetivo cumplido y volver a hacerse una pregunta que nos repetimos desde el primer día: ¿Qué tiene Guamblin -a diferencia de todas las otras islas del archipiélago de los Chonos o de la zona sur del país- que la convirtió hace 48 años en Parque Nacional?
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Caminar por Santiago. Recorrer la Alameda entera e inmiscuirse en cada una de las calles que la cruzan. Visitar a pie las comunas de Puente Alto, Colina y Peñaflor. Terminar y darse cuenta que completaste una travesía de 70 mil hectáreas que conforman la capital de Chile.
#Parques2015 es algo así, pero 128 veces más grande. Los edificios y el cemento cambiarán por más de 9 millones de hectáreas conformadas por alerces milenarios, lagunas vírgenes, áridos desiertos, glaciares en peligro, pumas e historias desconocidas hasta ahora.
Serán cinco meses de recorrido por los 36 Parques Nacionales del país. Un viaje que contempla 12 mil kilómetros de trayecto por tierra, además de otros ocho mil kilómetros por mar y cielo.