La
pieza, que crea un universo ficcional incierto y elusivo en permanente
deconstrucción, presenta unos hablantes que relatan cómo
un alto ejecutivo sufre un bloqueo mental en alguna gran ciudad; sin recordar
su código numérico, está perdido e inmovilizado.
Lo mismo sucede luego con una cajera de supermercado, cuyo lector de barras
no funciona y olvidó el código para pasarlo a manual, mientras
la fila se alarga e impacienta. Para entonces se ha convertido en "cine
dentro del teatro": todo es una película en rodaje, y los
relatores actúan como miembros del equipo de filmación.
Hacia el final se articula como una historia de amor completamente improbable.
Delirante,
angustiosa y a la vez siniestramente divertida, traza un lúcido
y devastador retrato de la soledad y enajenación del individuo
anónimo en la sociedad postmoderna, globalizada, superconsumista
y ultratecnologizada hasta un grado perverso que hace imposible cualquier
anhelo de felicidad.
El
montaje -el mismo ofrecido en la III Muestra, en septiembre- utiliza diversos
medios técnicos (circuito cerrado de TV, videoproyección,
micrófonos) para provocar un bombardeo múltiple de signos
audiovisuales. El elenco se adapta eficazmente al singular y urgido estilo
de representación que la obra requiere; con todo la mala acústica
del recinto borronea la audición e induce al grito. Es, por cierto,
una puesta tercermundista de un texto híperevolucionado, lo cual
instala en escena aún otro abismo.
Por Pedro Labra Herrera |