No
todo es tan bueno, sin embargo. El dramaturgo Íñigo Ramírez
de Haro - autor de la censurada y polémica ‘‘Me cago
en Dios’’- causó dimes y diretes de diferente calibre
en el IV Festival de Dramaturgia Europea, donde varios directores cuestionaron
la inclusión de esta pieza en la muestra. La obra está obviamente
destinada a la provocación, parte de una premisa sensacionalista
y los contenidos no se abordan nunca en profundidad sino con incómoda
ligereza. El uso del lenguaje, sin embargo, es lúdico y veloz,
y potencia un conflicto dramático inverosímil y excéntrico.
Se propone un absurdo teatral que pudo estar en boga en los años
80.
Lo que interesa es cómo de ese material a primera vista desechable
el director Pablo Krögh logra un espectáculo que entusiasma
y que a ratos resulta desopilante. Sus actores —Verónica
Santiago, Sergio Schmied, Andrés García, Alfredo Allende—
conforman un casting muy bien elegido para dar cuenta de cuatro seres
disociados y contradictorios, que perdieron los valores, que aspiran a
sensaciones terminales y que sólo a través de intuiciones
físicas tratan de asumir o al menos comprender sus existencias.
Son reflejo de la sociedad, por supuesto.
En el texto de Ramírez de Haro, el sexo, la violencia, los deseos,
la ausencia de sentido y la soledad, apenas resultan destellos, flashes
que no alcanzan a ser siquiera un problema que afrontar. Pero con la mano
de Krögh, con su manera de subrayar ciertas líneas, de provocar
tensiones, de impulsar segundas lecturas, no sólo el show de la
puesta en escena parece novedoso sino que se construyen cuatro personajes
al borde del colapso, que están por extinguirse, que no saben qué
pensar ni qué sentir. Si eso lo logra una dirección preocupada,
quiere decir que el texto tiene posibilidades. Además, el público
lo pasa increíble después de los desconcertantes primeros
quince minutos. Bien se podría prescindir de la voz en off que
encarna al autor y que cuestiona, con ingenio de segunda clase, el hecho
de la vida y del teatro.
Por Juan Antonio Muñoz H. |