Aunque
escrito a petición de un actor, es un relato de carácter
claramente literario y no dramático, para ser leído o bien
contado desde un escenario, como en la elogiada versión bonaerense,
en verdad un acto de narración oral. Esta puesta, en cambio, hace
que el monólogo se vuelva teatro, y del bueno.
Al
que fue quizás el gran salón de un transatlántico,
ahora abandonado y en ruinas, llega un ex trompetista que comienza a recordar
a su amigo, el singular y mítico Novecento, un recién nacido
hallado a bordo por los marineros el primer día del siglo, que
llegó a los 30 años venerado como el más brillante
pianista de jazz, sin jamás haber pisado tierra firme. A medias
realista o fantástica, la bella historia de este personaje prodigioso
respira magia y poesía, amor por el poder de la imaginación
y la música. Su sentido alegórico deriva hacia la fascinación
existencial -y el horror- por la inmensidad, el vacío, lo desconocido.
En
rigor, el director del montaje -el británico Michael Radford, cineasta
más que hombre de teatro- pudo hacer que Noguera ocupara el amplio
escenario de modo más variado; éste siempre vuelve al mismo
lugar y destina su soliloquio a un único punto. Los aciertos en
el despliegue de teatralidad se deben atribuir mayormente al diseñador
Rodrigo Basáez y el músico Camilo Salinas. Nunca el espacio
del Teatro Camino fue aprovechado tan expresivamente; los movimientos
de luces y el universo sonoro proveen al espectáculo de una maravillosa
riqueza atmosférica.
Hay
que advertir que el unipersonal se toma todo el tiempo del mundo, de modo
que los 125 minutos que dura, son también de gran exigencia para
el público.
Por Pedro Labra |