Las
lumas y las dudas
Rafael Gumucio
Domingo 13 de Marzo de 2005, LUN.
Yo, como
mucha gente, también quería a Gladys Marín, aunque
seguro que la quería menos que Mauricio Israel, Hernán
Larraín, Lily Pérez y otros cientos de figurones que asistieron
al velorio de esta mujer que representaba todo lo contrario de lo que
ellos representan.
Entrevisté a Gladys Marín tres o cuatro veces, las suficientes
para percatarme de que estaba frente a una persona sensible, inteligente,
culta y generosa, pero también inflexiblemente dogmática
y cerrada cuando se tocaba el tema del sacrosanto pasado del Partido
Comunista o de la sacrosanta Cuba de Fidel Castro. Pero me temo que
tratar de recordar cómo hablaba, cómo actuaba, cómo
pensaba Gladys Marín es, en este momento, inoportuno e innecesario.
En su gran mayoría, a las multitudes que el martes pasado acompañaban
su féretro les importaba un pito Gladys Marín. Perfectamente
podrían haber estado siguiendo los restos de Jaime Guzmán
o del Gato Alquinta. En las grandes fiestas funerarias nacionales, el
difunto es accesorio: lo importante es ejercer algo de ese voyerismo
mortuorio al que somos tan adictos. La pena colectiva es una forma,
como cualquier otra, de evadirse de la pena personal. Los homenajes
unánimes son un modo de autocongratularse y manosearse el alma
y, de paso, omitir los verdaderos defectos y cualidades del homenajeado.
En todos los panegíricos funerarios que se han hecho de Gladys
Marín se ha destacado su consecuencia, en circunstancias que
esa característica es quizás la peor parte de su legado.
Si yo insisto durante toda mi vida que en verano nieva o que Temuco
queda al lado de Antofagasta y no pacto con las estaciones ni con la
geografía, no soy un ejemplo de consecuencia, sino de estupidez.
Y Gladys Marín puede haber sido cualquier cosa, menos estúpida.
Si insistía en defender lo indefendible no era por inocencia
ni por ignorancia, sino porque necesitaba vivir bajo el abrigador techo
de un dogma: era valiente para enfrentarse con los guanacos y las lumas,
pero no con las dudas, con las ambigüedades de una realidad en
la que el bien y el mal no vienen definidos desde Moscú o La
Habana.
No era el marxismo el lastre de Gladys Marín, sino la fe de la
niña que no quiere rendirse ante la realidad y adaptar a ella
sus ideas, pues prefiere mantenerla congelada en la nostalgia. Ser consecuente
es muy fácil, ya que tener una sola idea siempre cuesta menos
que tener dos o tres. Lo realmente difícil es saber decepcionarse
sin ser decepcionante, vivir las contradicciones sin ser contradictorio,
ser capaz de ver los defectos de los demás sin por eso dejar
de amarlos o por lo menos de comprenderlos.
Por eso los verdaderos héroes del entierro del martes pasado
fueron los hijos de Gladys Marín: esos hombres que durante toda
su infancia se vieron privados de su madre por culpa de esa consecuencia
sin límites y que, a pesar del abandono, tuvieron la entereza
moral de perdonarla y amarla y recuperar el tiempo perdido. El dolor
de esos hijos, pero también su alegría y su integridad,
son el auténtico legado de Gladys Marín, una mujer polémica,
compleja, admirable, temible y entrañablemente valiente. |