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Fuerza e inteligencia
El Mercurio
Martes 9 de Octubre de 2001

Si el conflicto se transforma en Pakistán en una guerra civil, la nueva guerra de Afganistán podría ser la chispa que encienda la pradera.


Enrique Correa
Enrique Correa

Ha comenzado la guerra. Por el momento está focalizada a objetivos precisos. Ojalá así empiece y termine. Los riesgos de generalización del conflicto son altísimos. El punto clave es la estabilidad de Pakistán. Si el conflicto se transforma allí en una guerra civil, la nueva guerra de Afganistán podría ser la chispa que encienda la pradera.

Este es un conflicto en el que no cabe neutralidad. Como lo ha dicho el Presidente de la República, estamos en contra del terrorismo, pero más concretamente estamos al lado de Estados Unidos en esta hora y en esta coyuntura.

Somos formalmente aliados, tenemos compromisos internacionales con los norteamericanos que debemos honrar. Nuestro buen entendimiento con ellos ha llegado incluso a una larga negociación de un Tratado de Libre Comercio.

Pero más allá de las obligaciones institucionales y de las conveniencias políticas, estamos al lado de Estados Unidos porque el golpe atroz que ha sufrido constituye un crimen frente al que nadie puede permanecer indiferente. No hay contextos ni historias que justifiquen los crímenes, ni que los expliquen. Eso lo sabemos en carne propia.

Hasta el domingo muchos manifestaban dudas acerca de la responsabilidad de Osama bin Laden en la masacre, y exigían pruebas de ello.

El propio autor se preocupó de despejarlas, como todos lo oímos: sostuvo que el crimen era obra de Dios y juró que ningún ciudadano norteamericano volvería a sentirse seguro.

Así están las cosas. La administración norteamericana ha debido revisar su originaria resistencia al multilateralismo, anterior al atentado, y no ha actuado ni apresurada ni unilateralmente. Ha buscado constituir una amplia coalición, que, si se mantiene, podría originar, pese a lo violento del momento, un nuevo clima de cooperación y de unidad en un mundo atemorizado por la violencia de la provocación de estos enemigos sin rostro de la paz y de la libertad.

Esta coalición seguirá siendo amplia en la misma medida en que EE. UU. persista en una conducta prudente y eficiente en el logro de su objetivo actual: derrocar al régimen talibán y capturar a sus jefes, incluido Bin Laden.

Si los norteamericanos generalizaran la guerra o las víctimas civiles en Afganistán se multiplicaran, la coalición se podría romper por su lado más débil, los países árabes e islámicos. Se precisa no escatimar esfuerzos para evitar que el conflicto se transforme en un choque de civilizaciones, como lo quiere Bin Laden, que el domingo afirmó que el mundo está dividido entre el Islam y los infieles. Si ese fuera el escenario que nos espera, el mundo sería insufrible.

El Presidente, que ha sido claro en su definición a favor de Estados Unidos y la coalición antiterrorista, ha puesto también el acento en la ayuda humanitaria a Afganistán y a los afganos. Si todo este conflicto diera como resultado sólo la destrucción más profunda de ese país y una matanza indiscriminada de sus habitantes, las fuerzas de la coalición antiterrorista fracasarían lamentablemente. El mundo terminaría lleno de culpables de la muerte de víctimas inocentes en Nueva York y en Kabul.

De lo que se trata ahora, como ayer se trató en Haití o anteayer en Camboya o, mucho más atrás, en la Alemania nazi, es poner término a un régimen que aplasta a su pueblo y convierte a su territorio en un centro de planificación de crímenes en todo el mundo.

No sólo la fuerza, sino la inteligencia. No sólo la supremacía militar, sino la superioridad moral serán la clave del mundo que habrá de surgir después de transcurridos estos días terribles.

 

 

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