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Crisis en Nueva York
Haga patria: consuma
Revista El Sábado, El Mercurio
Viernes 26 de octubre de 2001

El alcalde Rudolf Giuliani ha llamado a sus conciudadanos a tragarse la pena y gastar dinero. No es fácil hacerlo donde acaban de morir asesinadas aproximadamente siete mil personas. Nueva York sigue siendo la ciudad que nunca duerme, pero ahora es el miedo lo que la mantiene despierta.


Los comerciantes han captado rápidamente el ánimo patriótico de los neoyorquinos, y ahora les ofrecen la bandera estadounidense en múltiples variaciones.
Texto y fotos: Marcela Aguilar, desde Nueva York

Abdullah vende camisetas con el rostro de Osama Bin Laden y la leyenda: Se busca vivo o muerto. Las vende, pero se niega rotundamente a ponerse una. Yo soy de esas tierras, soy musulmán, explica.

Los compradores de Canal Street, la calle de las baratijas en Nueva York, miran las poleras con aire indiferente. Abdullah afirma que los turistas son los únicos que se las llevan.

­A la gente de aquí no les parecen graciosas.

Y es cierto que no están de humor. Las camisetas que dicen Yo sobreviví al ataque repletan las tiendas en el barrio chino, pero no hay neoyorquinos que las vistan. Y lo que definitivamente detestan son las reproducciones a un dólar de las Torres Gemelas incendiadas.

­Es muy duro verlas. Todos sabemos de alguien que murió en la tragedia ­dice la puertorriqueña Alicia Suárez, mientras mira con desagrado a una vendedora china que se pasea con su caja con fotos por la Séptima Avenida y la Calle 34, a la hora en que todo los oficinistas bajan a almorzar algo rápido.

Alicia ni siquiera se ha atrevido a visitar los alrededores de las Twin Towers. Dice que la perturba la idea de oler de cerca las cenizas de la explosión, porque son cenizas de gente.

No es verdad que haya olor a muerto, como repiten varios que han regresado de Nueva York. Pero sí huele a quemado, y las finas partículas que flotan en el aire hacen cosquillas en la nariz e incomodan más y más a medida que uno se acerca al extremo sur de Manhattan.

Los familiares de los desaparecidos en la tragedia ya no hacen vigilia junto a los escombros de las Torres Gemelas. Ahora hay turistas. En Wall Street, a una cuadra del desastre, un policía explica a un grupo de señoras que no pueden entrar a recorrer ni a tomar fotos, porque se trata de la escena de un crimen. Para no perder el viaje, las mujeres se fotografían junto a la barrera mientras, a sus espaldas, una grúa levanta parte de lo que fue la fachada de un edificio.

Aquí pululan los predicadores que anuncian el advenimiento del apocalipsis. Y también los vendedores, que sintonizan mejor con el ánimo de los neoyorquinos: ofrecen chapitas con la bandera estadounidense y postales de las Twin Towers antes del ataque. Y les va bien. Hay banderas por todas partes: en las solapas, en los edificios, en los automóviles y en las vitrinas.

Wall Street no se ha convertido en el centro de la peregrinación patriótica, simplemente porque no le alcanza el tiempo. Los oficinistas transitan con apuro por las veredas ahora estrechas. Algunos acortan camino por entre las vallas, pisando firme sobre los latones que ocultan el pavimento destruido, y hasta chapoteando, sin querer, en los charcos que permanecen, aunque el incendio se apagó hace semanas.

No es necesario ir a sufrir a Wall Street. Muchos neoyorquinos no lo hacen. Pero eso no les ayuda a olvidar la tragedia.

­Uno mira hacia el sur y ya no encuentra las torres. Entonces viene una congoja tremenda, porque uno sabe que no desaparecieron así nada más. Las destruyeron con toda su gente dentro ­dice Hernán Betancourt, un colombiano que ha hecho su vida en Nueva York y que asegura que ya no volvería a su patria.

Además, de cuando en cuando en las calles, entre tanto latino, asiático, africano y caucásico, aparecen tipos que parecen de otro planeta. Norteamericanos asustados que usan máscaras antigases. Con esa cara, también asustan.

­Morirse de una enfermedad rara debe ser terrible ­reflexiona Alicia, con desaliento.

Los refuerzos en la seguridad también obligan a acordarse de las amenazas latentes. Policías custodian los edificios más importantes, el acceso al Empire State fue limitado a los fines de semana y la Estatua de la Libertad continúa cerrada. Una lancha guardacostas la vigila día y noche. Nueva York es ahora una ciudad sitiada.

Union Square, hacia el centro de Manha-ttan, es el punto de reunión de los neoyorquinos más tristes, los que perdieron familiares o amigos en el atentado, y que ahora prenden velas cada anochecer, para recordarlos.

­¡Enciende una luz por los homeless que murieron en las torres y a los que nadie llora! ­ordena un gordo que reparte velas en la plaza. Un gordo que usa una camiseta negra con el rostro de Bin Laden borrado por una enorme y roja X. Lo suyo, se ve, no es broma.

Es a estos neoyorquinos, indignados y atemorizados, a quienes el alcalde de la ciudad, Rudolf Giuliani, ha llamado a honrar a sus muertos, reasumiendo la vida cotidiana. Suena a desatino, pero los gringos lo agradecen. Después de todo, Giuliani ha recuperado la esencia nacional, ese pragmatismo a toda prueba que le permite decir, muy suelto de cuerpo, que Nueva York debe tragarse la pena y seguir haciendo negocios, porque lo contrario significaría dejarse vencer por el enemigo.

El alcalde, que está a punto de conseguir que le prorroguen su periodo por un año, ha sido igual de fervoroso en pedir al resto de los estadounidenses demostrar su patriotismo en dólares. A las personas de toda la nación que quieren ayudar, les ofrezco una gran manera para hacerlo: vengan aquí y gasten dinero. Cenen en un restaurante, asistan a una obra de teatro... Ustedes pueden tener ahora una mejor oportunidad de obtener tickets para The producers, si quieren venir y verla. La vida en la ciudad continúa.

Algo falta

Los neoyorquinos se empeñan en responder al llamado de Giuliani.

­¿Esto es todo lo que tiene de Harry Potter? ¿Llegarán otros juegos? ­pregunta ansioso en la tienda Warner, un gringo de dos metros que ya ha comprado cartas, una lámpara, dos camisetas, una manta, varios cuadernos y, por supuesto, la edición completa de las aventuras del mago con anteojos.

En un país donde siempre hay buenas excusas para comprar, la prensa estadounidense ha definido una nueva categoría de consumidores: los patrióticos. Según el USA Today, ellos son los que están gastando dinero con la intención explícita de ayudar a la economía nacional y, especialmente, a Nueva York. Y cita ejemplos: una conductora radial neoyorquina que cambió su auto viejo por un Toyota Avalon armado en Kentucky y un profesor universitario que adelantó para octubre los viajes que podía haber hecho el próximo año. Según Elina Kazan, vocera de Macy's, han aparecido clientes decididos a comprar, por ejemplo, relojes muy caros hechos en Norteamérica. El gerente de Bloomingdale's, Michael Gould, le aseguró al diario estadounidense que sus mejores clientes habían acudido a las tiendas de Nueva York para cerciorarse de que todo siguiera bien y, de paso, llevarse kilos de mercaderías.

Pero los neoyorquinos no son capaces de sostener por sí solos el nivel de demanda que requiere la ciudad para seguir respirando, aunque hagan serios intentos por conseguirlo. Ahora faltan los turistas. Sin ellos, sin su fiebre de consumo, sin su presión desquiciada por conseguir tickets para la obra de moda, es como si toda la ciudad hubiese caído en una especie de sopor.

En Madison y la Quinta Avenida, las aceras están inusualmente despejadas, lo mismo que los locales. Es cierto: los más exclusivos nunca están llenos y, de hecho, en muchos hay que hacer una cita antes de acudir, para así asegurarse una atención personalizada. Pero ahora los vendedores tienen tiempo hasta para fumar y conversar en los umbrales de las tiendas.

Los hoteles están a mitad de capacidad. En el Sheraton Hotel and Towers, a pasos de la zona teatral de Broadway, una habitación doble cuesta 90 dólares la noche, en lugar de los 250 habituales. En la página de internet www.nycvisit.com aparece un listado de los alojamientos en la ciudad, y todos ofrecen tarifas rebajadas. Una ganga que pocos están disfrutando.

Las discotecas y los bares corren la misma suerte. En el Greenwich Village, un tipo que imita al rapero Eminem invita a entrar al pub 101. Como el señor Corales, después de conseguir algo de público, se instala en el escenario y canta unos temas de Prince. Sus amigos se turnan para acompañarlo. Terminan la noche tarareando solos: los turistas se retiraron a la tercera canción. Al frente, en la Taberna de Arthur, un trío de veteranos jazzistas deleita a una decena de trasnochadores. Ni siquiera hay suficientes fumadores como para envolver el aire apropiadamente.

Giuliani ha tratado de asegurar a los turistas que no correrán ningún riesgo en la ciudad. La vigilancia evidente en muchos puntos vitales de Nueva York apunta a dar esa imagen de seguridad a toda prueba. Lo que Giuliani no puede resolver es el hecho de que los extranjeros parecen no asumir con tanta naturalidad esto de honrar a los muertos gastando dólares. Les falta el pragmatismo norteamericano.

Como confiesa Andreas Kröhn, un turista alemán que guardó Nueva York para el final de su recorrido por Estados Unidos: Esta es una ciudad maravillosa. Pero, después de lo que ha pasado, disfrutar aquí lo hace sentir a uno, ¿cómo decirlo?, un poco culpable.

Ahora o nunca

Para los entusiastas que se echan al bolsillo la sicosis colectiva y siguen con ganas de viajar a Nueva York, éste es el mejor momento en cuanto a precios. Los hoteles están baratos y es posible encontrar entradas para la mayoría de los espectáculos. Las tiendas adelantaron la temporada navideña y muchas exhiben grandes descuentos. Y lo más importante: todas las líneas aéreas ofrecen promociones.

En el caso de Lan Chile, el paquete turístico vigente por estos días es 35 por ciento más barato que lo habitual: cuatro días y tres noches cuestan alrededor de 900 dólares, lo que incluye: pasaje Santiago-Nueva York-Santiago, alojamiento, traslados aeropuerto-hotel-aeropuerto y un city tour por la ciudad. Este precio rige hasta el 15 de diciembre. Para quienes son socios de Lan Pass y compran pasajes con una semana de anticipación, solo los pasajes, ida y vuelta, valen 678 dólares. El único requisito es permanecer una noche de sábado.

 

 

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