Inocencia
perdida
El
Mercurio
Jueves 18 de Octubre de 2001
Lo que quiso dañarse
con el ataque a las Torres Gemelas fue el orgullo que los neoyorkinos
sienten por su isla y ese amor que le toma cualquiera que pone
los pies en sus calles.
Agustín Squella |
Agustín
Squella
He estado en Nueva York tres o cuatro veces y no puedo decir que conozca la ciudad ni a sus habitantes. La última ocasión fue hace dos años, con motivo de celebrarse un congreso de Filosofía del Derecho en el piso 55 de una de las torres del World Trade Center.
Con mi mujer optamos esa vez por arrendar un pequeño departamento en el West Side. Lo que buscamos con esa decisión fue tratar de confundirnos con la ciudad, o al menos con uno de sus barrios, y tener así la necesidad de ir cada cierto tiempo al supermercado o a cualquier otro de los comercios del lugar. Recuerdo que regresábamos de esos sitios cargando las mismas bolsas que llevaban los vecinos y que marchábamos con el paso confiado que uno adopta cuando se desplaza sin prisa por un lugar conocido y familiar.
El tiempo libre lo empleamos en lo que todos hacen en Nueva York. Paseamos durante horas, frecuentamos restaurantes, visitamos museos, nos fotografiamos en esquinas de interés, entramos a tiendas, nos detuvimos en librerías, y pasamos por la taquilla de una sala de Broadway para ver la comedia musical que llevaba años aguardándonos.
Vistas las cosas a la distancia, me parece que contra objetivos como esos fueron también dirigidos los aviones que destruyeron las torres gemelas, porque lo que quiso dañarse con el ataque fue el orgullo que los neoyorquinos sienten por su isla y ese amor que le toma cualquiera que pone los pies en sus calles.
Los aviones que perforaron las torres apuntaban también contra la benefactora penumbra de esos bares de Nueva York donde cualquiera puede beber sin temor de Dios ni de los hombres, acodado en la barra y erguido sobre uno de los taburetes, mientras sigue sin mucho interés un partido de béisbol en el televisor. Apuntaban contra F. Scott Fitzgerald y Zelda, que en los días más calurosos del verano se refugiaban en el Hotel Plaza para beber martinis y oler a través de las ventanas abiertas la pesada fragancia de los árboles. Apuntaban contra Woody Allen tocando su clarinete los lunes por la noche o caminando por la ciudad con uno de sus abrigos largos y raídos.
Apuntaban contra Paul Auster comprando cigarrillos en la calle antes de ponerse a escribir y contra el recuerdo de Jackie Kennedy buscando el anonimato con un pañuelo de seda amarrado a la cabeza y unas gruesas gafas oscuras tapándole el rostro casi por completo.
Dañaron también esos ataques a miles de hombres y mujeres enteramente anónimos que leen libros o periódicos durante sus viajes en el turbulento metro de Nueva York. Dañaron a unos viejos inmigrantes latinos a los que vi una tarde jugar dominó en plena calle, sentados sobre unas cajas de cerveza. Dañaron a los niños que esa misma tarde salieron a caballo desde una pequeña escuela de equitación. Dañaron a las amas de casa que observé pintando acuarelas en un jardín comunitario de la calle 89.
Dañaron las canciones de Billie Holiday, el Museo de Arte Moderno y la imagen de Truman Capote caminando hacia el muelle del brazo de Marilyn Monroe. Estropearon las suaves e inteligentes conversaciones de James Lipton desde el Actors Studio y dañaron también a los 20 mil aficionados que se reúnen todos los años a correr la maratón que larga desde Staten Island el primer domingo de noviembre.
Quienes vivimos lejos sabemos que algún día volveremos a Nueva York, aunque sabemos también que la ciudad no volverá a ser la misma. El miedo penetró allí como un veneno y nunca podremos volver a tendernos tan desaprensivamente como antes sobre la hierba del Central Park para fumar un cigarrillo y contemplar los movimientos luminosos de las luciérnagas.
Puedo comprender que se aborrezca la política exterior de
los Estados Unidos, aunque me pregunto si se pueden dejar
de amar esos incontables detalles de humanidad de una ciudad
que les añadió ahora a ellos la condición probablemente más
humana de todas: la de ser herida y tener que continuar viviendo
con la inocencia perdida para siempre. |