Pluralismo
y seguridad
El
difícil camino hacia la sociedad global
El
Mercurio
Domingo
16 de Septiembre de 2001
¿Qué está en juego en
este complejo tránsito hacia una sociedad mundial globalizada?
A los pensadores clásicos que han visualizado el mundo que viene,
es necesario agregar a dos: Isaiah Berlin, gran pensador liberal,
y Thomas Hobbes, para quien la seguridad de las personas era
tan importante como la libertad.
LIMITES.- ¿Puede
el pluralismo ir tan lejos como para llegar a destruirse
a sí mismo?
|
José
Joaquín Brunner
Se
ha dicho en estos días que "con el ataque terrorista perpetrado
contra los Estados Unidos se inicia una nueva época" y que
"el mundo nunca volverá a ser igual". Tales dichos son una
exageración, y constituyen un error de perspectiva histórica.
Por de pronto, el análisis del mundo contemporáneo, en los
términos evocados por el acto terrorista del día martes 11
de septiembre, hace rato que está presente en los textos más
lúcidos de las ciencias sociales producidos durante los últimos
años. Tres autores son aquí particularmente decisivos: el
politólogo norteamericano Samuel Huntington; el sociólogo
alemán Ulrich Beck y el sociólogo español, radicado en Berkeley,
Manuel Castells. Sus obras se hallan ampliamente disponibles
en nuestras librerías.
A comienzos de la década pasada, Huntington caracterizó al
mundo que se inauguraba tras la caída del Muro de Berlín y
el fin de la guerra fría como uno de "choque de civilizaciones".
En adelante, predijo, los conflictos se trasladarán al plano
de las identidades más primarias de la gente, las que están
siendo amenazadas por la modernización y la globalización.
Al fondo, lo que encendería las pasiones y animosidades de
unas civilizaciones contra otras serían sus sentimientos más
básicos: "distintas visiones sobre la relación entre Dios
y el hombre, sobre el individuo y el colectivo, sobre la ciudadanía
y el Estado, sobre los padres y los hijos, sobre la igualdad
y la jerarquía". En suma, pasada la ola de las "grandes ideologías"
decimonónicas no vienen la paz y la armonía mundiales - la
pax americana, por tanto- sino la confrontación entre diversos
principios civilizatorios y la colisión de identidades tribales,
locales y nacionales. Por la puerta de atrás de la historia
vuelven a ingresar los dioses e ídolos que habíamos declarado
muertos y sepultados.
A ese certero diagnóstico, el alemán Beck añade su análisis
de lo que llama una "sociedad de riesgo mundial". La globalización
conduce a difundir los riesgos que la propia civilización
industrial ha "manufacturado": riesgo nuclear, ecológico,
de la bio-ingeniería, del contagio epidémico, del narcotráfico,
del terrorismo. Vivimos, literalmente, al borde del abismo.
Tal es nuestra hybris. No es que los Estados Unidos de América
sean particularmente vulnerables, como piensan los periodistas
que comentan en pantalla los sucesos; lo que sucede es que
el mundo contemporáneo es un entramado global, interrelacionado,
altamente complejo y frágil. El miedo juega por lo mismo un
papel central y está siempre ahí, latente, pudiendo ser movilizado
(para bien o para mal) "cuanto más amenazadoras son las sombras
que se ciernen sobre el presente o el anuncio de un futuro
terrible". Por allí, como veremos, es por donde se puede colar
la demanda orwelliana; esto es, la de rehacer un sistema mundial
sometido íntegramente a los dictados de la seguridad y a cargo
de un poder policial omnímodo.
Por último, Manuel Castells - que analiza la sociedad contemporánea
como sociedad global de redes- muestra cómo, con las nuevas
tecnologías, la relación del individuo y los grupos con el
Estado ha cambiado para siempre. Es decir, cómo este último
-el viejo Leviatán- se ha ido debilitando hasta asemejar un
pesado aparato mecánico que debe hacer frente al desafío de
redes movibles, de base electrónica e informacional, dispuestas
a golpear con el terror o a comercializar la muerte. En definitiva,
según muestra este autor, el Estado-nación ha ido perdiendo
su monopolio de la violencia, puesto que "sus principales
retadores toman la forma ya bien de redes transnacionales
del terrorismo o de grupos comunitarios que recurren a la
violencia suicida". ¿Cuál es el riesgo? Que empecemos a vivir,
próximamente, en un estado permanente de emergencia obsesionados
por la amenaza y la represalia.
Estos tres autores han captado, estudiado y anticipado los
conflictos del mundo a comienzos del siglo XXI. Y nos han
advertido sobre la crisis de las instituciones - desde el
Estado hasta la democracia, desde el mercado hasta la propiedad-
llamadas a hacer frente a los nuevos desafíos globales. Así,
en la transición hacia una nueva organización del mundo nos
encontramos, efectivamente, suspendidos sobre el vacío.
A la luz de tales análisis la explosión de las Torres Gemelas,
con su secuela de destrucción y muerte, parece menos incomprensible.
Pero, a la vez, resulta más grave de lo que se desprende de
las imágenes en la pantalla de la televisión. A fin de cuentas,
éstas transmiten el dramatismo de la situación, no su profundidad.
Crean una visión plana de los hechos, no una explicación de
los mismos. Ofrecen una mirada, no los conceptos que necesitamos
para deliberar en el espacio público.
En efecto, ¿qué está en juego en este difícil tránsito hacia
una sociedad mundial globalizada?
Sabemos que una de las claves para el éxito de dicha transición
será la forma como se resuelva el clivaje inclusión / exclusión
dentro de la sociedad global a lo largo del siglo XXI. Si
sólo un país (los EE.UU.) y sus aliados europeo-occidentales
llegaran a dominar el mundo global sin contrapeso y, al mismo
tiempo, menos de la mitad de la población mundial pudiese
integrarse a los beneficios del capitalismo avanzado, mientras
el resto queda sumido en la pobreza y el atraso, entonces
tal transición será un fracaso. Y generará enormes tensiones
y conflictos en torno al principio de la justicia y a la distribución
de los bienes, las oportunidades y las satisfacciones.
De esta clave suele preocuparse, principalmente, el pensamiento
progresista, de las izquierdas y los movimientos y corrientes
críticas o alternativas frente al capitalismo. Aportan, aunque
a veces de manera distorsionada o simplista, un contra-balance
frente al peso arrollador de la riqueza material y tecnológica,
del poderío militar y del poder económico de naciones y empresas
multinacionales y locales.
En cambio, esa visión progresista de la historia, que yo comparto
en sus anhelos de justicia, no se preocupa de otra clave de
la transición, quizá más crucial y compleja. Cual es, la tensión
entre pluralismo y seguridad.
En este punto hace falta introducir a otros autores, al lado
de la tríada mencionada más arriba. Pienso en dos principalmente.
Uno contemporáneo, el gran pensador liberal del siglo XX,
Isaiah Berlin; el otro clásico, Thomas Hobbes, para quien
el orden, la paz social y la seguridad de las personas eran
tan importantes como la libertad.
Berlin amaba la diversidad humana y de las culturas tanto
como para haber fundado allí su filosofía política. Alguna
vez, en una entrevista, dijo: "El propósito de la Torre de
Babel era que tuviera un carácter unitario; una sola edificación
enorme, que se alzara hasta el cielo, con un idioma para todo
el mundo. Al Señor no agradó. Me han dicho que existe una
excelente oración hebrea que se reza al ver un monstruo: "Bendito
sea el Señor nuestro Dios, que introduce la variedad entre
sus criaturas"".
Cualquier sociedad que se proclame democrática debe reconocer
la diversidad (social, cultural, étnica, de géneros, de preferencias,
estilos de vida, etc.) y aceptar que se exprese como pluralismo
en la esfera de la cultura, las formas de vida, la libertad
de expresión y asociación, la elección de autoridades, la
adscripción a doctrinas y el cultivo de creencias. Dicho en
términos de Berlin, la democracia pluralista "entraña la posibilidad
de innumerables ideales incompatibles que atraen la devoción
humana". No dejamos de ser plenamente humanos y racionales
por reconocer el hecho de esa diversidad y por reconocerla
y apreciarla; lo hacemos, más bien, al negarla.
¿Por qué? Simplemente porque no somos iguales, ni tenemos
los mismos gustos ni adoramos los mismos dioses. Porque no
necesariamente compartimos criterios morales ni los argumentos
o lenguajes para justificarlos. Porque nuestras ideas y fines
difieren y a veces chocan. En definitiva, porque no tenemos
un idioma único ni toleramos vivir encerrados en la Torre
de Babel. Ese es el principio sobre el que se funda la separación
de la religión y la política que hizo posible la democracia
y la libertad. Allí reside el basamento político para la autonomía
de las personas y para una convivencia pacífica en la diversidad.
Ahora más que nunca necesitamos defender este principio y
proteger y ampliar el pluralismo, de modo que llegue a ser
la base de la sociedad mundial. De lo contrario no podrían
convivir -y morirían luchando- judíos contra árabes, occidentales
y asiáticos, talibanes y protestantes, católicos y ateos,
sunis y shiítas, blancos y negros, globalizantes y localistas.
Mas el pluralismo no es cosa fácil de vivir ni de institucionalizar,
igual como la libertad no se conquista ni se mantiene a bajo
precio. El pluralismo va a contracorriente de los apetitos
agresivos, de dominación y destrucción que anidan en el corazón
humano. Exige delicados equilibrios y una modulación de los
valores que son incompatibles con el fundamentalismo religioso,
el monismo moral y el fanatismo político que abundan en tantas
partes.
Tampoco el pluralismo es un "free for all" y un "venga lo
que venga" como a veces parecieran entenderlo algunos progresistas-alternativos
chilenos.
Horizonte humano de valores
Aquí precisamente entran Tomás Hobbes y la corriente de pensadores
que él encabeza o simboliza. Lo que buscan es compatibilizar
la libertad y el orden. O, según diríamos hoy, el pluralismo
y la seguridad.
Pues, ¿acaso hemos de bendecir a todo "monstruo" como expresión
de la variedad de las criaturas de Dios? ¿Acaso la diversidad
lo justifica todo y no hay límites en el terreno de la autonomía
de las personas? ¿Puede el pluralismo ir tan lejos como para
llegar a destruirse a sí mismo?
Ciertamente, no. El pluralismo, para ser posible, ha de emplazarse
dentro de lo que Berlin llama un "horizonte humano" de valores;
es decir, debe encarnar una concepción de bien o valor que,
por distinta que sea de la mía, sin embargo yo pueda al menos
relacionarme con ella sobre la base de un principio de razonabilidad,
argumentación pública y reconocimiento mutuo.
Dicho en otros términos: aunque los valores que tú proclamas
o atesoras no sean mis valores yo debo ser capaz, sin embargo,
de entenderlos y, lo que es más importante, tratarlos (racional
y empáticamente) como tales. Así ocurre, por ejemplo, cuando
un cristiano entra con recogimiento a una sinagoga judía,
o cuando personas de diferente fe pueden entender la opción
valórica del interlocutor frente al uso o rechazo de los nuevos
anticonceptivos, o cuando un no creyente respeta moralmente
la decisión de un católico tradicional de no anular su matrimonio
quebrado. Ahí nos movemos dentro del común horizonte humano,
por intensos que puedan ser los conflictos morales suscitados
en el ámbito del pluralismo.
Por el contrario, el terrorismo cae fuera de cualquier horizonte
humano. Es una forma cobarde de asesinato, una ideología primitiva
y totalitaria de la política, un compromiso con la violencia
ejercida como método contra enemigos e inocentes. Es, por
tanto, una monstruosidad que no hace parte del jardín de la
diversidad y del pluralismo sino que es el producto de las
pesadillas, del infierno y del lado más oscuro e irracional
de los seres humanos.
Por tanto debe ser condenado, perseguido e idealmente extirpado
de la sociedad mundial, aunque no a cualquier costo. Pues
no tendría sentido, mediante esa acción, terminar con el pluralismo
en nombre de la seguridad, ni con la libertad en beneficio
de un orden que entonces se volvería inhumano e insoportable.
Por ese delgado camino -de la razón y el pluralismo, de la
democracia y las libertades, de la diversidad y el orden-
hemos de transitar hacia la sociedad mundial: sin negar los
riesgos que acechan ni dejar de combatir las redes del terrorismo
transnacional. Mas sin traicionar tampoco, por un instante,
el principio de que el conflicto de culturas y civilizaciones
no puede ni debe ser apagado por la fuerza. El siglo XX debió,
al menos, enseñarnos eso. |