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Viernes, 15 de Abril de 1994
LA ULTIMA RABIA DE COBAIN


El líder y vocalista de Nirvana, el rubio Kurt, el iniciador del rumor de Seattle, se convirtió en el primer gran mito musical de los '90. De golpe. Con un balazo directo a su cabeza.


Tal vez la noche anterior a su concierto en Buenos Aires tuvo otra de sus crisis. Su úlcera estomacal, esa fiebre interna que lo hacía retorcerse por el suelo de puro dolor, no lo abandonó ni siquiera en su primer y único viaje al final del mundo. Y como el alcohol es una medicina que emborracha, un escapismo que se sube a la cabeza, el hombre no fue capaz de llegar a la cita que había pactado con `Wikén' para el penúltimo día de octubre del 92.

Seguro que no quiso. Apenas se sostenía en pie cuando lo divisamos a lo lejos mientras un protector brazo tatuado lo escoltaba hasta los ascensores.


Kurt Cobain, nos dimos cuenta, no estaba para hablar.

La entrevista, una de esas exclusivas que salen de vez en cuando, una caótica conversación entre confesiones en un inglés marginal, la tuvimos que hacer sin él. Sólo con el batero Dave Grohl y el espigado bajista Chris Novoselic. Lo que quedó de Nirvana.

Ya no habrá otra oportunidad de tironearle las palabras. Fueron pocos los que tuvieron el privilegio. Porque el rubio irreverente de Seattle, el vocero de una generación inquieta, el primer ícono de la cultura de los '90, cumplió con sangre su palabra. Como siempre.

Como aquella noche del 30 de octubre de 1992 en que, hacinados en un Vélez Sarsfield jadeante, allá, entre Caballito y Flores, miles de fanáticos argentinos y nosotros nos quedamos con las ganas de oír `Smells like teen spirit' en tierra sudamericana. Una promesa cumplida hecha a los periodistas porteños al llegar a Ezeiza y que amargó un concierto lleno de pasión y entrega desquiciada sobre el escenario.

Como aquella noche del 7 de abril de 1994 en que, intoxicado por dentro, destruido por la angustia y la heroína, millones de fanáticos de todo el mundo se quedaron para siempre sin oír su siempre ácido discurso etiquetado bajo la firma millonaria de Nirvana. Una promesa de muerte hecha minutos antes a un papel, ``he perdido la alegría de vivir... es mejor marcharse de golpe que morir día por día'', y que terminó con un balazo suicida.

Alguien lo definió como el John Lennon de los '90. Como el atormentado cerebro de una de las bandas más viscerales e intensas sobre la faz de la tierra. Como el genio creativo que pudo sacar de la alcantarilla al movimiento grunge que, más tarde, la industria musical se devoraría sin asco.

Pero Kurt Cobain, el demonio más talentoso de los últimos años, no estaba de acuerdo. ``Cuando se piensa en músicos, se piensa en tipos sexistas y seudo satánicos. Lo siento. Yo soy sólo un músico'', dijo una vez con cara de angelito al editar su último elepé, In utero . Seguro que al apagarse las luces de las cámaras llegó a toser de la risa.

Heroína y engaños Dicen que Kurt Cobain, el hombre más famoso del pueblo de Aberdeen, allá, en Washington, nunca se dio cuenta de la fama alcanzada por Nirvana en los últimos años. Mentira. El hombre lo sabía demasiado bien.

Se dio cuenta cuando, al tocarse los bolsillos llenos y al ver su rostro en las revistas de todo el mundo, recordó los precarios tiempos del álbum debut, Bleach, fechado en 1989. Los días en que, bajo el alero del sello alternativo Sub Pop, consiguió grabar el disco junto al batero Dave Grohl y el bajista Chris Novoselic con un humilde presupuesto de algo más de 600 dólares.

Pero el destino quiso que, amparados por una fuerza musical asfixiantemente notable, el delirante mundo underground, se pusiera de inmediato a sus pies.

Y
así, en 1991, ya bajo la sólida imagen de la multinacional David Geffen Company, lograron vender más de diez millones de copias de su poderoso segundo álbum, Nevermind.

Ahí comenzó todo. El asedio molesto, los rigores de la sobreexposición, el desparpajo rockero. El derroche, la servidumbre y los antojos. Como ese que los llevó a Argentina en avión privado, en un vuelo directo desde Estados Unidos y sin gira de por medio, con el único propósito de romper el aburrimiento. Como el que los llevó a destrozar varias veces sus instrumentos, turbados por las drogas y las luces, ante los ojos sorprendidos del público.

Y él siempre fue el responsable de todo. El artífice de una conducta que siempre bordeó el límite. El gestor de una de las propuestas musicales más sólidas y perfectas de los últimos años. El más fiel representante de un movimiento que rescató la intensidad del sonido acústico y que se transformó en el referente para comenzar a destruir la vendedora manía de fabricar música en serie con sabor a plástico.

La heroína siempre fue su compañera. Más que Courtney Love, su esposa, la vocalista y líder de una banda punk que le dio una hija y cientos de depresiones. Al menos, la droga que lo podría por dentro le ayudaba a apagar el fuego de su estómago. Su mujer, también drogadicta, en cambio, le exprimía el corazón con aspereza. ``No tenía que haber escuchado a quienes me decían que era necesario tratarlo con dureza... Tendría que haber seguido mis instintos y haber sido más dulce con él'', dijo ella en su discurso fúnebre. Al momento de enterrar al mismo hombre que, según las revistas del corazón, engañó con el vocalista de Lemonheads, Evan Dando.

Kurt Cobain terminó todo con un disparo. La mezcla de sedantes con champaña sólo lo había dejado en coma un mes antes en un hospital de Roma.

``Tengo necesidad de alejarme de esta realidad para recuperar el entusiasmo que tenía cuando niño... Desde hace años el estómago me arde, tengo náuseas. He perdido todo el entusiasmo. Incluso mi música ya no es sincera.

''Todos se han dado cuenta''.

Nosotros, la verdad, todavía no.