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Notable
aporte para el actual teatro chileno
Por Juan Antonio Muñoz H.
El Mercurio, Sábado 4 de agosto de 1990
Theo
y Vicente segados por el sol , se estrenó en el Teatro UC
Un
emocionante estreno tuvo lugar anoche en el Teatro de la Universidad Católica:
"Theo y Vicente segados por el sol", de Jean Menaud, bajo la
dirección de Alfredo Castro, se inscribe, ya, como uno de los montajes
más interesantes y creativamente sinceros en su modernidad que
se han producido en Chile en el último tiempo.
Jean
Menaud, dramaturgo francés contemporáneo, basa la obra en
su estudio de la profusa correspondencia que unió a los hermanos
Van Gogh, Theo y Vicente. Su narración es precisamente eso, narración
y no juego dramático; la historia surge casi como recuerdo, con
diálogos alterados que vuelven a edificar un momento y que, al
fin, terminan por develar una enfermiza y ancestral pasión fraterna.
Puede
creerse que los límites de la obra son tan certeros como las vidas
que describe, pero en realidad ni esas vidas tuvieron límites definidos
ni fue intención del autor que su obra los tuviese. Más
allá de recrear una historia de amor, Meneaud obliga a pensar -casi
sin que el espectador lo note- en todo lo fundamental. Desde el proyecto
de vida -si es que se tiene- hasta la religión, pasando por el
arte, la miseria, la enfermedad y la muerte.
Alfredo
Castro maneja el todo que propone el autor, lo adapta y consigue crear
un hermoso y conmovedor espectáculo teatral en el que cada movimiento
cobra significación y sentido en la conciencia del espectador y
de los personajes que se agitan desde sí con simplicidad y grandeza,
con dolor y amor, entre la vida, el arte y la muerte. Estos dos elementos
que penden de sus cabezas casi como una espada de Democles, latentes en
la conciencia y en el alma y prontos a manifestarse en cuanto sea necesario.
Para
ello Castro propone con finura, un espacio amplio, ondulado y blanco que
viene a ser la estilización de ese paisaje japonés nevado
con que soñó Van Gogh (la escenografía pertenece
a Alejandro Rogazy), y lo llena con una iluminación (Ramón
López) que revela en los colores de la mente del pintor los trastornos
de la vida. Al inicio y al final, la sutil música de Miguel Miranda,
arreglo de una canción infantil japonesa.
Y
en la cima, la labor de Héctor Noguera y Ramón Núñez
(Vicente y Theo) que, seguramente guiados por el director, dejaron lejos
a los actores no sin, desde sí mismos, levantar a los personajes.
El primero, llevado de la mando por una enfermedad que lo hizo creador
genial; el segundo, controlado, dueño de un gran dolor que nunca
reflejó en la piel.
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