Después de casi veinte años de guerra, el pasado 15 de agosto los combatientes talibanes entraron a Kabul sin encontrar resistencia. La toma de la capital coincidió con la huida del depuesto presidente afgano, Ashraf Ghani, que se exilió a Emiratos Árabes Unidos para, según él, evitar un baño de sangre en la ciudad.
La toma de Kabul era el culmen de casi dos semanas de conquistas sucesivas de la mayoría de las 34 capitales provinciales afganas, y coincidió con la fase final de la retirada de las tropas extranjeras de Afganistán.
Sin embargo, nadie esperaba la caída tan rápida de Kabul, e incluso cuando llegaron a sus puertas, los talibanes anunciaron que esperarían a una transferencia ordenada del poder. Pero los supuestos robos en la ciudad después de que las fuerzas de seguridad desertaran obligó a los islamistas a entrar, según su versión.
El regreso de los talibanes al poder desató el pánico entre funcionarios, académicos, periodistas y, sobre todo, aquellos que en las últimas dos décadas trabajaron para los países de la coalición que enviaron tropas a Afganistán para combatir a los insurgentes.
Comenzó entonces una carrera contra reloj en medio del caos para evacuar del país al mayor número posible de afganos.
Miles de civiles, muchos de ellos sin documentos, se dirigieron al aeropuerto de Kabul con el objetivo de abandonar el país, provocando estampidas que se cobraron la vida de varias personas y dejando vídeos que dieron la vuelta al mundo de cientos de personas desesperadas intentando encaramarse a aviones estadounidenses.
El 26 de agosto, un atentado suicida del grupo yihadista Estado Islámico (EI) en el aeropuerto de Kabul dejó al menos 170 muertos, además de decenas de heridos.
El ataque llegó justo antes del fin del periodo de gracia para las evacuaciones, cuando las puertas del aeropuerto se encontraban repletas de ciudadanos ansiosos por salir de Afganistán. El 31 de agosto era la fecha límite para la retirada total de Estados Unidos.
Poco antes de la medianoche del 31 de agosto, Estados Unidos puso fin a la guerra más larga de su historia y, al mismo tiempo, a las evacuaciones formales, con el despegue del último avión militar estadounidense desde el Aeropuerto Internacional Hamid Karzai.
Una partida que desató la euforia entre los talibanes, que festejaron el momento histórico con ráfagas de disparos al aire que causaron pánico entre la población civil.
Los fundamentalistas celebraron entonces la "independencia de las fuerzas extranjeras". El último reducto de resistencia en la norteña región de Panjshir, la única de las 34 provincias que no se encontraba entonces bajo control de los islamistas, no tardó en caer una semana después.
Los talibanes nombraron un nuevo Gobierno interino el pasado 7 de septiembre, poniendo fin a semanas de incertidumbre tras la captura de Kabul.
Con el relativamente desconocido mulá Hassan Akhund a la cabeza del país, la formación desveló un Ejecutivo compuesto únicamente de fundamentalistas y miembros de la vieja guardia, sin presencia de mujeres ni de representantes de la oposición.
Además, numerosos miembros figuran en la lista negra de las Naciones Unidas.
La conquista del poder de los talibanes conllevó la suspensión inmediata de los fondos de la comunidad internacional, que suponían alrededor del 43 % del PIB anual del país, profundizando la crisis económica y humanitaria, con millones de desplazados tanto internos como en el extranjero.
Para mediados de 2022, hasta un 97 % de la población de Afganistán puede haber caído en la pobreza, ha advertido la ONU, que el pasado lunes consiguió la promesa de más de mil millones de dólares de la comunidad internacional.
Los talibanes han visto en este influjo de ayuda un paso positivo, al tiempo que han multiplicado las reuniones para buscar reconocimiento internacional y prevenir el aislamiento del país.