A decir verdad, Elizabeth Woolridge Grant tampoco tenía tantos argumentos para pelearle a Drake la cada vez menos decidora cima del Billboard, amén de su vuelo previo. Esto ya que su cuarto álbum oficial apela más a la autocomplacencia y el refrito de la fórmula que le dio fama —replicar con fidelidad a divas de los años 60, como Nancy Sinatra—, antes que a búsquedas que amplíen en algo el abanico o que, al menos, no la hagan ver dentro de un estático molde.
Por cierto, no hay apuesta discutible que un puñado de canciones inolvidables no logre dejar atrás, pero no es lo que sucede con estas piezas, de estructura melódica estrecha y musicalización incluso minimalista, aunque ideal para sostener aquello que termina por instalarse como gran fortaleza de la artista: La transferencia emocional, en este caso orientada al misterio, la intimidad y la melancolía.
Es un trabajo grato, de todos modos. Nada como para engolosinarse con un buen par de audífonos, pero sí para dejarlo correr como telón de fondo durante otros enseres, o al fragor de una conversación que supere en protagonismo a la actividad en el equipo de música.
Harina de otro costal, en tanto, es el guitarrista de los Rolling Stones, quien lanzó una nueva placa luego de 23 años sin que un disco que llevara únicamente su firma viera la luz. Pero ese tiempo, finalmente, se vuelve relativo en un tipo como él, apegado a la escuela clásica que sigue desde sus inicios —es un reconocido fanático de leyendas como Chuck Berry—.
Así, las más de dos décadas transcurridas no impiden una clara continuidad con Main offender (1992), a partir de un trabajo que tiene momentos para el country blues (en "Crosseyed Heart", con las yemas de los dedos en primer plano deslizándose sobre las cuerdas), el reggae ("Love overdue"), el rock & roll clásico ("Blues in the morning") y el sonido más radial ("Heartstopper", que cae parado como single en cualquier época), entre otros.
Todos temas que suenan con cada elemento en el engranaje de la banda compartiendo protagonismo con la voz aguardentosa de Richards, casi a partes iguales, hasta cuajar una obra fiel al mito del guitarrista: Pasada de tragos y de humo. Lástima que la poderosa maquinaria Stone, muy probablemente, termine por transformar todo esto en poco más que una anécdota, más temprano que tarde.
Otro que regresa después de un tiempo de silencio (aunque ahora "sólo" nueve años) es el ex Pink Floyd. Y, al igual que su colega Richards, se deja reconocer desde el minuto uno del disco, abriendo el tema inaugural ("5 A.M.") con una intro en que se aprecia de inmediato su inconfundible punteo, al más puro estilo de clásicos como "Shine on you crazy diamond".
Ése es sólo uno de los momentos que da cuenta de cómo las estructuras floydianas se mantienen en el trabajo en solitario del británico, quien también las evidencia a la hora de construir estribillos y estrofas, organizar las voces en un coro y, sobre todo, manejar las atmósferas. Sólo temas como "The girl in the yellow dress" (absolutamente swing) o "Today" (que amasa la energía y moral funk desde los códigos espaciales de Gilmour), se apartan en algo de ese continuo.
Así, en sus diez canciones, Rattle that lock se instala como un regalo para los fans de Pink Floyd luego del relativo fiasco que representó The Endless River, mientras que Gilmour se asienta como el más inquieto y propositivo ex miembro del emblemático grupo, tras el largo período en que Roger Waters se ha dedicado a mirarse el ombligo. En plena cuenta regresiva para la primera visita del guitarrista a Chile, esta placa sin dudas ayuda a mantener los bonos del gilmourismo al alza.
La bandera de la renovación, finalmente, la enarbola el grupo británico, que cargaba con el peso de publicar su primer disco formal desde la partida de Peter Hook, bajista no sólo histórico y fundador, sino además dueño de un sonido propio y único, que en sus presentaciones en vivo la banda venía procurando reproducir.
Sin embargo, Music complete es otra cosa: Aquí, el "nuevo" bajista Tom Chapman (se integró en 2011) encuentra vuelo propio, sobre todo en la contagiosa "Tutti frutti" —aunque bien apoyado por recursos digitales, en una canción que remite al tecno cabaretero de Frankie Goes To Hollywood— y en el arrollador groove de "People on the High Line". Ambas piezas ubicadas en el extremo más bailable de este trabajo, que extrapola el componente electrónico que siempre han portado los liderados por Bernard Sumner, hasta su umbral máximo a la fecha.
Y ambas, además, cuentan con la colaboración de Elly Jackson, de La Roux, en un timbre de modernidad que también aporta Brandon Flowers ("Superheated"), amarrando este paquete de canciones que remite a varias del pasado ("Crystal", "Guilty Partner" y "The Perfect Kiss", entre otras), pero procurando siempre mirar hacia adelante. Los de Manchester, así, agregan a su discografía un trabajo que no sólo justifica los últimos cinco años de actividad, sino que además extiende su valioso legado, con una colección de temas que pueden instalarse en éste con total propiedad.