Por convicción identitaria, nostalgia de la época soviética o para terminar lo más rápido con la guerra, una parte de los habitantes del Donbás no ven con malos ojos el avance ruso en esta región del este de Ucrania o incluso lo respaldan abiertamente.
"Somos ucranianos administrativamente, pero el Donbás no es Ucrania. Los ucranianos son los extranjeros, no los rusos", dice en un rincón apartado del mercado de Lisichansk Olena, que pide cambiar su nombre por temor de terminar en "la prisión".
Esta región del este de Ucrania, que Rusia afirma querer "liberar" del Gobierno presuntamente "neonazi" de Kiev, está en el corazón de
un sangriento conflicto desde 2014, cuando rebeldes separatistas respaldados por Moscú ocuparon parte de esta cuenca minera mayoritariamente rusoparlante.
Ucrania ha conseguido mantener una parte occidental de la región. Y en las dos últimas semanas trata de contener el avance del Ejército ruso que machaca la zona, arranca terreno y toma numerosas localidades, aunque ninguna gran ciudad.
Terreno enemigo
En las partes bajo su control, los servicios ucranianos han purgado los separatistas de línea dura, anunciando regularmente "arrestos" de presuntos "saboteadores".
Pero entre los soldados ucranianos desplegados en esta parte del país, algunos no esconden tener la impresión de moverse en terreno enemigo, una cuestión sensible en esta región de historia compleja, donde numerosos rusos fueron enviados a trabajar tras la Segunda Guerra Mundial.
"Podemos hacer todo lo posible para esconder nuestras posiciones,
pero los habitantes informan al otro bando sobre nosotros", indica a la AFP
Iryna, sargento en una brigada de infantería que acaba de retirarse de Kreminna, un municipio de la región de Lugansk perdido a mediados de abril.
"Es muy, muy frecuente y viene de gente que se supone está por encima de toda sospecha, como los sacerdotes", añade la soldado, desplegada en esta región desde 2014.
En este contexto, las fuerzas ucranianas miran hacia otro lado con los vehículos de civiles que llegan a sus puntos de control para escapar hacia Rusia en vez de hacia otras partes de Ucrania, aliviadas de verlos marchar.
Y entre los habitantes que se han quedado desde el inicio de la invasión el 24 de febrero, la tendencia prorrusa, alimentada durante ocho años desde Moscú con especulaciones de un presunto "genocidio" de rusoparlantes,
es cada vez más marcada, temen las autoridades ucranianas.
"Hay gente aquí que en el mejor de los casos no le molesta. Y en el peor, que espera la llegada de los rusos", indicó a AFP Vadim Lyakh, el alcalde de Sloviansk, una ciudad clave en el frente del Donbás, tomada brevemente por los separatistas en 2014.
"No es el momento de pelearnos con ellos, con nuestros jubilados, los nostálgicos de la 'idea rusa'", afirma.
Aquí, la mayoría de la población es rusoparlante. Incluso los soldados ucranianos más patriotas hablan ruso y dejan el idioma local para los intercambios oficiales.
El conflicto no es étnico o lingüístico, pero se cristaliza en los valores y el sentimiento de pertenencia y de seguridad, especialmente económica.
Numerosas generaciones en el Donbás han vivido como un abandono la desindustrialización tras la independencia en 1991 y el desmembramiento de las herramientas de producción desde Kiev.
La región se ha convertido en un cementerio de fábricas, con los techos rotos y las chimeneas inactivas. Los pozos de las minas se han rellenado y se han convertido en pequeños lagos donde la gente va a pescar el fin de semana.
Nostalgia soviética
Olena, la prorrusa convencida, trabajó 30 años en la refinería de Lisichansk y recuerda con alegría la época gloriosa antes del derrumbe de la URSS en 1991, cuando el Donbás "tenía de todo: carbón, hulla, sal, industria química".
"Cuando los ucranianos se manifestaban en Maidán, nosotros trabajábamos", lanza en reproche al movimiento proeuropeo ucraniano de 2014 que hizo bascular a Kiev del este hacia el oeste.
La antigua obrera está convencida de que cuando Moscú tome el control de la región, su economía se reactivará.
"Será como antes de la guerra, puede que hagan funcionar de nuevo mi refinería", se ilusiona al tiempo que se pregunta sobre su futura pensión. ¿Quién la pagará? ¿Moscú? ¿Kiev?
En un búnker concebido por los obreros de Ostchem, una fábrica de nitrógeno en Severodonetsk, el tiempo parece haberse detenido.
Las banderas comunistas y el retrato de
Aleksei Stajanov, un legendario minero del Donbás de productividad modélica, todavía están colgados en los muros del refugio antinuclear.
Más de 160 vecinos de la ciudad, ahora en la línea de frente, sobreviven desde hace dos meses en condiciones insalubres. Y la mayoría de ellos acusan a los ucranianos de bombardear sus barrios. Para ellos, los rusos no pueden ser los agresores.
"Inconsciencia"
Tamara Dorivientko, profesora de inglés jubilada, espera allí el fin de los bombardeos, leyendo a Jane Austen en un catre.
"¿Por qué debería tener miedo de los rusos? Hemos vivido en la Unión Soviética durante 70 años. Toda mi familia está en Rusia, nuestros maridos trabajan allí seis meses y vuelven aquí, somos iguales", dice.
Pero la elección no es fácil para esta mujer de Severodonetsk. "Amo Ucrania, es un bonito país, rico y con muchas libertades,
y yo prefería quedarme aquí", afirma.
"¿Qué quieres? Ahora es así, deciden por nosotros", concluye con resignación.
De su lado, el alcalde de Sloviansk sabe que no hay nada que hacer con estos irreductibles a los que reprocha la "inconsciencia".
"Quieren el fin de la guerra, pero no ven problema en la forma en que Rusia dirige sus hostilidades", dice Vadim Lyakh. "Tenemos que esperar que lo ocurrido en Mariúpol, Járkov y otras ciudades rusófonas les haga cambiar de opinión".