El sorpresivo portazo de Martín Guzmán arrojó a Alberto Fernández a la intemperie política. Quedó enojado y abrumado. No pudo convencerlo de extender una gestión agonizante y le toca ahora asumir lo inevitable: la tormenta que atraviesa el Presidente no es una "crisis de crecimiento" sino una cruzada por la supervivencia en el poder.
"Alberto tiene que entender que o negocia o no llega". El mensaje descarnado proviene de un dirigente de primera línea que asistió al acto de Cristina Kirchner en Ensenada, un festival antigobierno que quedó aguado por la noticia bomba que disparó Guzmán. El ministro publicó su carta de claudicación en medio del discurso de la vicepresidenta, como un acto póstumo de venganza.
El tono grave unificaba anoche a oficialistas de todos los colores después de meses de jugar livianamente con fuego en un arsenal. La grieta abierta en la estructura del Gobierno no se tapa con un parche. Fernández soporta la presión por una reestructuración amplia que incluya algún tipo de acuerdo con Cristina. El propio Guzmán lo dejó por escrito en su testamento administrativo: el sucesor debe surgir de un "acuerdo político dentro de la coalición gobernante" y contar "con el manejo centralizado de los instrumentos de política macroeconómica".
¿Será capaz de encarar esa negociación con la mujer que lo ha acorralado hasta dejarlo anémico de autoridad? Hasta el viernes juraba a los suyos: "Con Cristina no me junto más".
El timing de Guzmán descolocó a un político adicto a la postergación. Ahora prepara un cambio amplio de nombres y un nuevo organigrama –con menos ministerios– antes de que el lunes abran los mercados. Se barajaba en la medianoche la posibilidad de decretar un feriado bancario para arañar algo más de tiempo.
La vicepresidenta concibió el evento de ayer en Ensenada como parte de la estrategia de desgaste. Cientos de aplaudidores coreaban "Cristina presidenta" y le reían sus burlas a Fernández, a quien ridiculizó a fuerza de comparaciones con Perón. No se privaron de ovacionar a Hebe de Bonafini, que tres días atrás había destratado de manera brutal al Presidente cuando dijo: "Con sus mentiras abre su propia fosa y ahí va a caer".
A puertas cerradas, hace semanas que Cristina descarga su decepción con el Gobierno, se horroriza con la crisis económica a la que, a su juicio, se dirige el país si Alberto no da un 'volantazo' y blanquea que no puede descartarse un final anticipado del Presidente.
A todos les dice que trabaja para evitar un escenario traumático, pero por momentos actúa como quien disfruta de ver cumplidas sus profecías. Del laboratorio vicepresidencial surgió el ultimátum que expresó Andrés Larroque sobre el "fin de la fase moderada" y la instalación de un operativo retorno, sintetizado en el eslogan "Cristina es la única esperanza".
La precariedad del Gobierno a un año y medio del final del mandato se ahonda a medida que la vicepresidenta avanza con el plan de reunificar el Frente de Todos detrás de su figura y aplicarle el derecho de admisión a Fernández. El peronismo, al arbitrio otra vez de la señora de Kirchner, reflota el mito de que nunca deja gobernar a sus rivales, con la particularidad de que esta vez al que desestabiliza es a sí mismo.
Cristina les dijo a los gobernadores que el miércoles fueron al Senado a respaldar el proyecto de ampliación de la Corte cosas parecidas a las que planteó en público Larroque. "Con una inflación arriba del 70% no hay chances de ganar el año que viene. Hay que actuar ya", afirmó, según interlocutores a los que no les pide confidencialidad.
Guzmán se topó cada día de la semana pasada con los vetos de Cristina y los equilibrios de Alberto. La demora en la publicación del formulario sobre la segmentación de tarifas, clave para la quita de subsidios de luz y gas, colmó su paciencia. Pero ya venía tocado porque el Presidente lo dejó afuera de la comitiva que viajó al G-7, que sí integró Sergio Massa, otro de sus dilectos detractores.
Tuvo dos reuniones con Fernández. La última después de faltar a la reunión de Gabinete, el miércoles. Le pidió la cabeza del secretario de Energía, el kirchnerista Darío Martínez. Fracasó. El viernes fue al homenaje a Perón en la CGT y el sábado se sentó a redactar la renuncia que le anticipó al Presidente a la hora del almuerzo. Es un texto escrito tan a las apuradas que conviven en él párrafos con distintas tipografías, como si hubiera hecho copy-paste de ideas sueltas. A los suyos les dijo, con resignación: “No se puede gestionar con Cristina en contra”.
Massa, blanco de especulaciones sobre un desembarco como superministro, se enteró de la novedad cuando salía de ver Tigre-Talleres. Había desistido de ir a los actos en que Alberto y Cristina se tiraron a Perón por la cabeza. A su lado insisten en que la situación es límite y requiere un acuerdo de cúpula. Anoche volvía a cobrar fuerza la hipótesis de que el reemplazo de Guzmán pasaría por él y su equipo, como una virtual intervención del Ejecutivo.
La sorpresa de Cristina
A Cristina también la agarró con el paso cambiado la decisión de Guzmán. Mientras desplegaba su monólogo en Ensenada habrá notado el estupor del auditorio, donde sus seguidores se enteraron por las alertas periodísticas del nuevo capítulo de la crisis y perdieron el hilo del discurso. Cuando le contaron, volvió a tomar el micrófono y pasó un mensaje adicional a Alberto: "Espero que los que tienen responsabilidades más altas que yo vuelvan a hacer lo mismo que hice en 2019 para hacer ganar al peronismo en 2023".
Pide un plan urgente contra la inflación, una recomposición salarial con sumas fijas por decreto y medidas que alivien la situación fiscal, aunque impliquen peleas con el poder económico, como una suba de las retenciones al agro.
El miedo a una derrota electoral es el motor que justifica su asedio a Fernández. Así logró unificar a dirigentes del peronismo que archivaron el sueño recurrente de jubilarla. El principal grupo de presión lo conforman los gobernadores, que actúan bajo la batuta de Axel Kicillof y Jorge Capitanich. Ellos relegaron al antiguo líder extraoficial, Juan Manzur.
El tucumano podría salir también del Gobierno en las próximas horas. Sufrió el "efecto arenas movedizas" que afecta todo aquel que entra a la administración Fernández. Peronistas de larga trayectoria y con espalda política se hunden sin remedio cuando traspasan el umbral de la Casa Rosada para jurar un cargo. Le pasó a él, a Aníbal Fernández, a Julián Domínguez, que ayer estuvo en primera fila en Ensenada. Agustín Rossi se tambalea desde el día que asumió en la AFI. Daniel Scioli mantiene la fe y la esperanza mientras se resguarda por ahora en un bajo perfil impropio de él. Cada uno de ellos asumió en función de una queja de Cristina. Pero, al cambiar nombres y no circuitos, sucumben en el desconcierto como lo haría Messi si lo pusieran a reforzar a los Pumas. Torcer esa dinámica aparece hoy como el mayor desafío de Fernández.
En el peronismo preocupa el impacto en la calle de los inconvenientes derivados del descalabro macroeconómico. La mochila para quien suceda a Guzmán es pesadísima. Las protestas por el gasoil paralizan medio país –con fogonazos alarmantes de violencia– y los piquetes de la pobreza se reproducen en todas las grandes ciudades argentinas.
Cristina insiste en que no se puede esperar más tiempo para actuar contra la inflación y la sequía de dólares, capaz de disparar una devaluación descontrolada y el consiguiente descontento social.
"Es hora de gobernar y hacer las cosas para los que nos votaron", tradujo Oscar Parrilli antes del acto de Ensenada. La frase sintetiza el espíritu de lo que Cristina transmite al peronismo en su cruzada por desviar al Frente de Todos de la "fase moderada". El 2023 ya está en juego. Les pide a los propios ser “creativos”, que muevan proyectos que “lleguen a la gente”. La moratoria previsional que el Senado votó el jueves va en ese sentido. Fue otro disgusto que minó el ánimo de Guzmán.
La vicepresidenta se propone conducir al peronismo unido para retener todo el poder posible en 2023. El dilema trágico que plantean a su lado es qué hacer con Fernández, cuya gestión consideran una amenaza a la supervivencia de su proyecto político.
Ella es consciente de que un final anticipado del Presidente sería un mojón negro en la historia del peronismo, que alardeó desde Menem para acá de ser el garante de la gobernabilidad ante la irremediable endeblez de sus adversarios. "Quiere que Alberto reaccione, no que se vaya", dice un funcionario que trabaja codo a codo con Kicillof.
El Presidente se ataba a Guzmán como último símbolo de autonomía. El viernes, sin imaginar lo que le esperaba, sintió que había cruzado un campo minado. Pudo renovar la multimillonaria deuda en pesos que vencía el martes pasado, se frenó de momento la disparada de los dólares financieros, el cepo reforzado le permitió al Banco Central volver a sumar reservas y el FMI dio por aprobada la primera revisión del acuerdo con la Argentina.
Alivio para hoy, zozobra para mañana. La temporada alta de liquidación de divisas se termina este mes y crece la demanda de dólares para importar energía (producto de otros funcionarios ineficientes a los que Cristina premia con la vista gorda). Todavía no queda claro el impacto que el cepo a las compras en el exterior tendrá sobre la actividad industrial, por falta de insumos, y si podrán evitarse los faltantes en las góndolas por problemas de stock. Los desembolsos del Fondo llegaron atados a una presión explícita para acelerar el ajuste fiscal en el segundo semestre y para avanzar con una reforma jubilatoria.
El programa del FMI es un GPS que se quedó sin señal. Cuando se firmó, ofrecía a Fernández una ruta para llegar con cierto orden a 2023. Así lo interpretaron los gobernadores peronistas que lo acompañaron ante la rebelión de Máximo y Cristina Kirchner. Los intentos posteriores de demostrar que el ajuste pactado no era un ajuste lo privaron de lo más parecido a un plan económico que pudo tener. Por el camino perdió, a manos de su adversaria, a casi todos los que se habían jugado por él. Y ahora se quedó sin Guzmán.
La supervivencia se juega ahora en terreno hostil, con mercados jugados por la desconfianza y orfandad política. Nadie en el Gabinete se siente seguro. Miguel Pesce (Banco Central), Mercedes Marcó del Pont (AFIP) y Claudio Moroni (Trabajo) se saben apuntados en rojo.
Perón, Perón
El Presidente experimentó el tamaño de su soledad cuando la CGT se negó a organizarle un acto para recordar la muerte de Perón. "Apareció una invitación de Presidencia a nuestra sede de la que no estábamos enterados. Fue cómico", relató el estatal Andrés Rodríguez, albertista en proceso de rehabilitación. La presión de la Casa Rosada para evitar un desaire a Fernández hizo que, a regañadientes, los sindicalistas cedieran el salón Felipe Vallese del edificio de la calle Azopardo, pero bajo la pantalla de un acto del PJ.
El viernes Fernández habló finalmente allí ante unos dirigentes que, a juzgar por sus caras, parecía que en lugar de recordar a Perón lo estaban velando. Kicillof y Capitanich se mezclaron entre los ministros. Cristina les había pedido ir, como si midiera hasta dónde tensar la cuerda.
Como "hombre del derecho" que se jacta de ser, el Presidente más que un discurso hizo un alegato de defensa. Recitó los motivos de los resultados magros de su gestión (la pandemia, la guerra, Macri) y se permitió una defensa de la “moderación” que Larroque había dado por muerta. Lo hizo con un recuerdo elogioso del Perón que se abrazó con Balbín. Justo él que no puede sentarse a conversar con su propia vice. A ella le dedicó la enésima alegoría a “la lapicera”. El bombo anacrónico de El Tula disimuló la sobriedad de los aplausos, en un salón acostumbrado a otro flujo de emociones. Guzmán asistía a la escena impertérrito, guardián de un secreto impactante.
Curioso fue también el retrato que Fernández propuso de Perón: lo describió como un gran pragmático que "tenía valores y convicciones, pero sabía que tenía que acomodarse en cada circunstancia porque el mundo es dinámico". Cómo privarse del orgullo de parecerse al general.