Eran los primeros días de noviembre de 2017 y el entonces director de Clapes UC, Felipe Larraín, lanzaba el libro "Orden público económico y nueva Constitución", del que era editor. Semanas después sería la primera vuelta de la elección que llevaría a Sebastián Piñera de nuevo a La Moneda, y al propio Larraín de regreso a Teatinos 120, para ejercer por segunda vez como ministro de Hacienda, hasta el estallido de octubre de 2019.
Pero aunque el país de hoy poco se parece a aquel que muchos creían avizorar hace cuatro años, hay continuidad entre las inquietudes que entonces —a propósito del proceso constituyente de la administración Bachelet— expresaba el economista y sus actuales preocupaciones respecto de la necesidad de instituciones sólidas, que permitan el progreso en un marco de economía de mercado.
Desde esa perspectiva es que no solo observa las discusiones de la Convención, sino que está lanzado en un esfuerzo por instalar en el debate la cuestión fiscal y su sostenibilidad, a partir de experiencias como la de la Constitución colombiana de 1991.
—Hasta ahora la Convención no ha sido particularmente sensible a las consideraciones económicas. ¿Cómo argumentaría para convencerla de incorporar disposiciones respecto del orden fiscal en la nueva Carta? ¿No es eso limitar desde la partida la idea de una Constitución que "recoja nuestros sueños", como prometieron en sus campañas muchos de los actuales convencionales?
—El orden fiscal es fundamental para que la Constitución no genere propuestas que puedan calificarse como humo. Los sueños son muy importantes, pero deben tener una fuerte dosis de realismo para que no creen expectativas falsas que terminen en frustraciones colectivas. Le doy un ejemplo. Cuando se discutían los retiros a los fondos de pensiones, se entendía que ello trataba de cubrir al menos parcialmente las necesidades de las familias en pandemia, aunque estaba el IFE. Varios advertimos que tendría efectos negativos en las personas. Muchos parlamentarios hicieron oídos sordos. Se aprobaron los retiros y luego vinieron consecuencias como mayor inflación, que ha deteriorado el poder adquisitivo de la gente; mayores tasas de interés y menores plazos en los créditos hipotecarios, que frustran el sueño de una vivienda propia. Debemos cuidar que este enfoque económico deficiente no pase con la Constitución, prometiendo lo que no se pueda cumplir, o lo que genere un deterioro fiscal que pagaremos todos con mayor inflación, mayores tasas de interés y dificultades de acceso al crédito. Al fin del día, recoger los sueños es para poder realizarlos, no para que queden en sueños.
—¿Por qué es importante incorporar el principio de la sostenibilidad fiscal en la nueva Constitución? La actual no lo tiene.
—Es un avance clave para este texto constitucional. Así como probablemente estará el principio de sostenibilidad ambiental, es clave en materia económica que se reconozca la importancia de la sostenibilidad fiscal, que es otra manera de poner la responsabilidad fiscal en el rango constitucional. En términos prácticos, este principio hace que la deuda pública no crezca sin límites en el tiempo en relación al tamaño de la economía y que se pueda servir en un marco de estabilidad. Refleja un respeto entre las generaciones actuales y las futuras, en que derechos y deberes estarán equilibrados, de modo que a ninguna le corresponda una carga excesiva. Esta misma idea de no castigar a las generaciones futuras se da en la sostenibilidad ambiental. Es un pacto entre las generaciones actuales y las futuras.
—¿En qué términos y con qué grado de precisión debiera ser expresado este principio, de modo de no rigidizar en extremo los márgenes de acción de los gobiernos?
—La responsabilidad fiscal debe expresarse constitucionalmente en forma de principio, dejando los temas más específicos a la ley. Recordemos que el proyecto constitucional de la presidenta Bachelet incluía en forma explícita la responsabilidad fiscal. Al respecto, es muy interesante el ejemplo de Colombia, tema que abordamos en un libro con Sergio Urzúa, que está por aparecer. Colombia generó una fuerte garantía de derechos en su Constitución de 1991, pero ello llevó a un activismo judicial, un fuerte aumento del gasto y el consecuente deterioro de las finanzas públicas. Luego de ello, se introdujeron enmiendas constitucionales en 2011, que sujetaron el cumplimiento de los derechos a la disponibilidad de recursos: una satisfacción gradual en el tiempo, en la medida de la disponibilidad de recursos.
—Usted también se juega por mantener la iniciativa exclusiva presidencial en materia de gasto. ¿De qué modo debiera recoger la nueva Carta este precepto?
—Así es, y no solo iniciativa exclusiva en materia de gasto, sino también de impuestos. Estoy convencido de que esta atribución del Ejecutivo es absolutamente central en un texto constitucional. Y tiene larga data en nuestro país. La iniciativa exclusiva no nació con la Constitución del 80, como algunos creen o quieren hacer creer. De hecho, sus orígenes en materia presupuestaria se remontan a la Constitución de 1925, luego enmendada bajo la administración de Juan Antonio Ríos, en 1943. También el presidente Eduardo Frei Montalva introdujo una nueva reforma constitucional para ampliar aún más los tópicos materia de iniciativa exclusiva del Presidente de la República, cosa que fue nuevamente ampliada en 1980. Diluir la responsabilidad genera incentivos perversos que pueden ser utilizados con fines electorales sin velar por el bienestar de largo plazo de la población. Por estas y otras razones, le haría los menores cambios posibles.
—Su experiencia en discusiones presupuestarias ¿le sugiere algunos perfeccionamientos en las actuales disposiciones sobre el tema? Hoy se cuestiona que el Ejecutivo tiene un poder sin contrapesos.
—Hay muchas falacias o ignorancia en lo que uno escucha. El Ejecutivo no tiene en la práctica un poder sin contrapesos: los parlamentarios pueden rechazar o reducir los montos de gastos, y para coaliciones de gobierno minoritarias, como se da mucho en Chile, esto lleva a una negociación en que es necesario ponerse de acuerdo. Por supuesto, puede pensarse en alguna flexibilización.
—¿Le preocupa el impacto fiscal que pueda tener el proceso descentralizador que la nueva Constitución, sí o sí, profundizará? ¿Qué resguardos deberían tomarse para evitar repetir la experiencia de otros países, en que los gobiernos regionales o estatales han terminado siendo una fuente permanente de déficits?
—En primer lugar, es importante resaltar que otros países de la región que han tenido graves desequilibrios fiscales, como Argentina y Brasil, tienen regímenes de tipo federal. Chile debe permanecer como un Estado unitario y entiendo así será. Pero indudablemente la nueva Constitución debe reconocer una mayor capacidad de decisión y ejecución del gasto público a nivel regional, con límites globales, pero mayor flexibilidad interna dentro de las regiones. También es importante para las regiones que exista mayor predictibilidad y objetividad en las transferencias desde el Gobierno central, de modo de evitar la arbitrariedad. Como contrapartida, debe haber mayores niveles de transparencia y rendición de cuentas sobre la gestión regional. Sin embargo, soy partidario de mantener la prohibición de endeudamiento para las regiones en la Constitución.
—En una mirada más general, ¿qué otras instituciones del orden público económico estima claves en esta discusión constitucional?
—Es absolutamente clave la autonomía del Banco Central, tema que ha recobrado protagonismo en el mundo luego de los fuertes aumentos inflacionarios durante la pandemia. La garantía de que la inflación se mantendrá contenida se da en el marco de esta autonomía y ya sabemos las nefastas consecuencias de los estallidos inflacionarios, en los cuales nuestra región provee de varios ejemplos. También es crucial el respeto al derecho de propiedad que, por supuesto, tiene limitaciones establecidas por el bien común, pero establece que una expropiación por causa de interés público debe estar acompañada del pago de lo expropiado en su valor de mercado.
—Respecto del Central, pareciera en principio haber votos para mantener la autonomía, pero agregándole más tareas que solo controlar la inflación y estableciendo que los consejeros sean susceptibles de acusación constitucional...
—Mientras más cosas se le agreguen como objetivos, más se desperfila su objetivo principal, que es el control de la inflación. Especialmente cuando entre esos otros objetivos se pretende incluir la diversificación de la matriz productiva o transformarlo en una banca prestamista. Y por cierto soy totalmente contrario a que los consejeros puedan ser acusados constitucionalmente, porque eso les resta autonomía.
—Existe en la Convención una extendida mirada crítica hacia los economistas y al mundo técnico. ¿Cómo se lo explica usted? Mirando hacia atrás, ¿no hay algún mea culpa que hacer? ¿No es esta la reacción hacia lo que antes fue un dominio sin contrapesos de la tecnocracia?
—Las buenas políticas públicas siempre tienen que tener una mirada técnica, pero al final corresponden a decisiones políticas. Por tanto, a mi juicio, se complementan, y el gran desafío está en lograr un adecuado equilibrio entre lo técnico y lo político. En algunos momentos puede haber ocurrido que lo técnico tuvo una preponderancia muy fuerte, y eso generó una reacción contraria. Es necesario conversar, intentar convencer y estar dispuesto a ser convencido cuando los argumentos son buenos. Estas conversaciones se enriquecen con una mirada interdisciplinaria, donde se podría hacer más. Al final, sin un diálogo fuerte con el mundo político, las políticas públicas quedan truncas. Alejandro Foxley hablaba de los “tecnopols”, personas con sólida formación técnica que llegan a desempeñar altos cargos públicos en los que también entienden que tienen un rol político.
—¿Y qué opina de la visión que parece predominar en la Convención, en cuanto a que el crecimiento de los últimos 30 años se habría basado en la destrucción de la naturaleza y en la injusta distribución de la riqueza, y que habría que transitar hacia un nuevo modelo?
—No estoy de acuerdo. Por supuesto, las cosas siempre se pueden mejorar y a eso estamos abocados. Pero descalificar todo lo que pasó en Chile los últimos 30 años es un despropósito. Tenemos que avanzar en reducir los niveles de desigualdad, pero eso no puede hacerse de la noche a la mañana y, además, requiere un crecimiento potente y sostenido. Hay que reconocer también que la desigualdad se ha reducido en forma significativa desde 2000, aunque menos de lo que hubiéramos querido. Con respecto al cambio de modelo, hay que ser muy cuidadoso. Primero, varios países que citamos como ejemplo, como son Australia y Nueva Zelandia, han llegado al desarrollo basados en los sectores en que tienen ventajas comparativas, y son bastante intensivos en recursos naturales. Por supuesto, el uso de los recursos naturales debe ser con absoluto respeto a la legislación y normativa medioambiental. Y segundo, una economía de mercado, con una institucionalidad económica sólida y respeto al derecho de propiedad, es la base de las experiencias económicas exitosas que conocemos.