Uno de los aspectos más relevantes del debate constitucional lo constituyen no tanto las reglas que se proponen, como las razones que se arguyen para fundamentarlas.
Hay varios ejemplos de cómo razones esgrimidas con propósitos puramente retóricos pueden esconder semillas dañinas.
Un buen ejemplo de eso es lo que ha ocurrido con el dilema entre el presidencialismo y el parlamentarismo y el Congreso uni o bicameral.
Desde un punto de vista puramente funcional, se trata de saber cuál de ellos favorece el buen gobierno, es decir,
la toma de decisiones y la resolución de las controversias entre las fuerzas políticas. Pero cuando se esgrime en favor del presidencialismo la necesidad de contar con un "cuerpo visible" de la comunidad y de sus desafíos, o en favor del bicameralismo, la de reflejar las diversas "naciones" que nos constituyen —como lo han hecho P. Güell y Arturo Fontaine—, se está contribuyendo a configurar una autocomprensión de lo que somos que es difícil de conciliar con aquella que es propia de una democracia liberal.
Y ocurre que la comprensión de lo que somos como comunidad política puede ser más relevante y, como lo muestran los argumentos que acabo de mencionar, más peligrosa que la peor de las reglas constitucionales. ¿Se imagina usted adónde podría conducir la idea de que el presidente es el "cuerpo visible"de la comunidad y el Senado, una reunión de "naciones"?
Lo mismo ocurre cuando, como lo plantean las convencionales Oyarzún, Roa y Sánchez, se esgrime en favor de los derechos sociales la idea de una república solidaria, en vez de, simplemente, la vieja idea de cooperación social. Conferir a las instituciones una identidad sustantiva o valórica —sea la solidaridad o cualquier otra— olvida las condiciones de una sociedad plural cuyos miembros convergen en torno a las instituciones y cooperan entre sí por muy diversas razones. Como es fácil comprender, las personas pueden ser solidarias (y está muy bien que lo sean); pero no las instituciones, puesto que si estas lo fueran debieran imponer la solidaridad y una solidaridad impuesta no es solidaridad en absoluto. Así, en vez de república solidaria es mejor nada más un Estado social y democrático como enseña el derecho comparado. Las instituciones no pueden imponer la solidaridad; pero sí pueden obligar a la cooperación.
Agréguese a lo anterior las consecuencias fácilmente predecibles que se seguirían de un texto constitucional con esos fundamentos (si ellos, por desgracia, persuadieran a los convencionales) a la hora de resolver controversias o proceder a su interpretación. Imagínense a un grupo de jueces o a la Contraloría o al Tribunal Constitucional, recordando a la hora de examinar la conducta presidencial —v. gr. un decreto— que se trata de una decisión del "cuerpo visible"de la comunidad que, en ese carácter, merecería particular deferencia, o a esas mismas instituciones teniendo que decidir un estatuto regional y cayendo en la cuenta de que, según razonaron los convencionales, en esos lugares existen "naciones", o a un tribunal examinando un tema de propiedad (ya hay signos de eso) y recordando de pronto que como Chile es una república solidaria ese tipo de derechos solo son prima facie y pueden ser derrotados por la necesidad de otras personas.
En cada uno de esos casos —hay varios otros que podrían darse como ejemplo— se cuelan formas de comprender la realidad que en el mediano plazo pueden poseer importantes consecuencias, muchas de ellas contrarias a una democracia liberal (que, para evitar los equívocos tan frecuentes en estos días, no es lo mismo que el temido neoliberalismo).
No hay que olvidar que la vida social tiene la particularidad de configurarse a sí misma mediante los discursos y las razones que esgrimen quienes la integran. Las ideas, los discursos y las razones en vez de describir la realidad a la que se refieren, acaban modelándola. Por eso la tarea intelectual es de la máxima importancia y exige la máxima responsabilidad.
Y por eso en el debate constitucional hay que cuidar las razones que se formulan y evitar la tentación de la frivolidad. Y los ciudadanos atender no solo a las reglas que se proponen, sino a las razones y los argumentos que se esgrimen para fundamentarlas.