Durante los años en que me desempeñé como Comisionado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2008 a 2015) observé cómo dos de las iniciativas más recurrentes que han redundado en serias restricciones a la libertad de expresión en diversos países corresponden a las presentadas en una propuesta en la Convención Constitucional la semana pasada: la exigencia de que la información que se difunda sea veraz y el establecimiento de un Consejo de Medios de carácter estatal que supervise a estos.
El condicionamiento de que la información que se difunda sea veraz, aunque pudiera resultar una obviedad o sonar bien, en realidad envuelve serios peligros, al conducir fácilmente a la autocensura de las personas y de los medios. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado en numerosas ocasiones que el solo reconocimiento de la posibilidad de exculparse basada en la demostración de la veracidad de lo afirmado es insuficiente, al imponer una exigencia probatoria a quien emite una expresión. Con mayor razón resulta muy problemático que se establezca una obligación general de que las informaciones se ajusten a la verdad.
Lo anterior, desde luego,
no implica que cualquier información que se difunda sea legítima en un Estado de Derecho. La clave está en los mecanismos que se empleen. El aspecto central radica en que no existan formas directas o indirectas de censura previa, sino que todo el sistema opere sobre la base del establecimiento de responsabilidades posteriores a la emisión de la expresión. Estas responsabilidades ulteriores tampoco pueden ser desmedidas: así la Corte Interamericana y la Comisión Interamericana han sostenido reiteradamente que aquellas solo pueden ser de carácter penal en casos excepcionales y cuando las expresiones se refieran a particulares. Si estas se refieren, en cambio, a autoridades públicas o a personajes públicos, el uso del derecho penal debe excluirse, empleándose únicamente las responsabilidades civiles. También es mucho mayor la protección de la libertad de expresión cuando hay un interés público involucrado.
Además, el establecimiento de eventuales responsabilidades ulteriores no puede quedar entregado a cualquier órgano y menos a un órgano político: en un Estado de Derecho esta tarea debe ser llevada a cabo por los tribunales de justicia. De allí el problema de crear un Consejo de Medios u otro organismo análogo: un mecanismo de este tipo no daría garantías de independencia e imparcialidad y, al igual que la exigencia de información veraz, conduciría fácilmente a la autocensura y al debilitamiento del debate público. Un Consejo estatal que supervisara la labor de los medios, con alta probabilidad conduciría a la arbitrariedad y a que quienes lo integren impongan sus propios criterios, interfiriendo indebidamente.
Lo anterior es sin perjuicio de que se fomente el pluralismo en los medios con arreglo a criterios objetivos, como lo ha resaltado la Corte Interamericana al referirse al otorgamiento o renovación de concesiones o licencias relacionadas en la radiodifusión. Ello debe realizarse conforme a las reglas de un debido proceso, a fin de
evitar la arbitrariedad y el abuso de controles oficiales y posibles restricciones indirectas.
Los tratados internacionales de derechos humanos regulan con mucho mayor detalle el derecho a la libertad de expresión que la mayoría de los demás derechos humanos. En el caso de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, esta brinda un muy alto nivel de protección de este derecho. Por ello, en la elaboración del nuevo texto constitucional debe prestarse especial atención a las regulaciones internacionales en la materia, para evitar cualquier forma de responsabilidad internacional. Cabe recordar que las normas constitucionales pueden ser declaradas incompatibles con los tratados de derechos humanos, como hizo precisamente la Corte Interamericana en relación con la Constitución Política de Chile a propósito de la censura que esta contemplaba (caso de “La Última Tentación de Cristo”), obligando a efectuar una reforma constitucional.