Joaquín Fermandois no se deja impresionar. El presidente del Instituto de Chile —académico de la UC y de la Universidad San Sebastián, y especialista en historia contemporánea, historia de las ideas y relaciones internacionales— se enfrenta a toda una batería de conceptos que hoy dominan los debates de la Convención. Ideas como "plurinacionalidad", "buen vivir" o "deuda histórica" pasan por su análisis. Su aproximación no es complaciente: más que una genuina recuperación de lo "originario", son expresiones ideológicas propias de la política moderna, cuyo origen, antes que en suelo americano, se ubica al otro lado del océano, en el mundo intelectual europeo.
Nada muy novedoso, dice, pero sí de alcances delicados, cuando estos conceptos ya están siendo incorporados —al menos en las votaciones de las distintas comisiones— como parte de la futura Constitución.
—La comisión de Forma del Estado en la Convención definió esta semana que "Chile es un Estado regional, plurinacional e intercultural". ¿Usted comprende el concepto "plurinacionalidad"?
—No, no existe eso. Ni siquiera en Bélgica, entre valones y flamencos, podemos hablar de plurinacionalidad, aunque claramente hay dos etnias, con tradiciones y lenguaje propios, y es un país unido por la Corona. Son términos, expresiones ideológicas que se han puesto en boga, especialmente en América Latina, aunque tienen su raíz finalmente en la política moderna, en Europa. Nación es un concepto que se ha estirado, se ha revuelto y se ha hecho una especie de charquicán de él. Pero no es cualquier cosa. Implica un grado de instituciones políticas o de reconocimiento político. Que hay diversas tradiciones y diversas etnias en cada sociedad, en cada país, eso sí, pero tampoco es el caso chileno de una manera muy acusada.
—Cuando llegan lo conquistadores a Chile, ¿no encuentran acá naciones?
—No. Los mapuches no eran propiamente una nación. Eran pueblo, sí, sociedades arcaicas. Se les llama pueblos originarios, pero si uno empieza a estudiar para atrás las oleadas de sociedades que ha habido, es dudoso que alguien sea originario de una determinada parte: los mapuches llegaron a Chile unos pocos siglos antes que los españoles. Eso era el mundo. Había territorios y había desplazamientos de esos pueblos, pero no eran propiamente naciones. Podemos decir que el imperio azteca, el imperio inca podían corresponder con la idea de nación, pero no estas sociedades, que eran básicamente sociedades arcaicas más o menos sedentarias.
—¿Tampoco el concepto "originario" sería entonces muy preciso?
—No es para nada preciso. Da prestigio, pero no es exacto. Yo digo arcaico recordando a mi maestro Héctor Herrera, en el sentido de arché, el origen, la idea de que el origen del ser humano, los valores del ser humano original acompañan al hombre a lo largo de toda su existencia.
—No podemos hablar de naciones y el peso del mundo indígena en Chile no es comparable con el de Bolivia o Ecuador. ¿Por eso usted dice que el tema estaría sobredimensionado?
—Exactamente, el problema indígena. Hay un estudio genético que demuestra que el promedio de la población chilena tiene más de un 40% de genes del mundo propiamente indígena, un 50% europeo español y un 3-4% de origen negro, todo mezclado. Sí hay un problema que se da específicamente en el mundo mapuche de La Araucanía, pero no así en el resto del país, que está bastante integrado. Por cierto, están los prejuicios que existen en toda sociedad humana y que hay que combatir. Hay problemas de marginalidad, de pobreza, de integración a la modernidad de los que hay que preocuparse, pero no es un problema divisivo.
"En el mundo mapuche en el sur, sí, efectivamente, hay un problema grave, porque hace 30 años se empezó a instalar una atmósfera de beligerancia. Partió a comienzos de los 90 y ha seguido. Y comenzó no por un problema chileno, sino porque este ha sido uno de los focos de la política mundial contemporánea después de la Guerra Fría. Había existido antes, pero después de la Guerra Fría el tema de las minorías pasó a tener un foco muy clave. Lo veo, por ejemplo, con los uigures en China y para qué decir el arco de poblaciones en la ex Unión Soviética o en la misma Rusia... Lo que quiero decir es que esto no es algo chileno, es un tema universal, que en nuestro caso ha sido agitado creo que con un alto grado de artificialidad. Eso no quiere decir que no haya habido problemas. Ahora, a mí me gusta desmontar el concepto de deuda histórica. Si vamos a la deuda histórica, ni griegos ni romanos valen, ni siquiera los etruscos... ni árabes ni israelíes son del territorio por el cual han disputado los últimos cien años".
—¿No existen las deudas históricas?
—Se trata de un tipo de argumentos que parecen elegantes y legales, pero es algo que agrede a la lógica existencial. La situación actual de los refugiados, eso sí plantea una cierta deuda, de la que, por cierto, Chile por sí solo no puede hacerse cargo, pero ahí hay un tema que es del presente. Lo otro, la idea de deuda histórica, me parece un concepto absolutamente falaz. No podemos trasladarnos al pasado ni usar una máquina del tiempo para reparar ese pasado; entre otras razones, porque destruimos el presente. Lo que tenemos que ver es cómo manejamos las tensiones y las contradicciones de hoy.
—Usted habla de un indigenismo ideológico, que no tiene nada que ver con los pueblos originarios y que es un fenómeno de la modernidad. ¿Dónde encontramos sus orígenes?
—En el siglo 18 nacen las ligas antiesclavitud y la preocupación por los pueblos originarios. A su vez, el Romanticismo alemán tiene como una de sus características la apreciación por los mitos y las culturas arcaicas como expresión profunda de lo humano, entendiendo que hay allí una sabiduría. Y por otro lado, está la veta francesa rousseauniana, la idea del buen salvaje, que les gusta mucho a los europeos. De ahí nace esta idea de los pueblos originarios como el depósito de una verdad, lo cual a su vez también tiene una parte de verdad, en la medida en que sepamos destilar a qué nos referimos. Hay una herencia cultural importante allí, pero la historia es cambio y permanencia. Y la idea de este indigenismo radical, tal como es interpretado por estos grupos, es finalmente la idea museal europea: que se mantengan iguales. Eso es forzar, es ir contra la espontaneidad de las cosas, que es el encuentro e influencia mutua entre los grupos, los contactos entre civilizaciones, la evolución.
—Un concepto que se trata de incluir en la nueva Constitución es el de "buen vivir", en la idea de que los pueblos originarios tenían una cosmovisión y una relación con la naturaleza más sana que la nuestra, y que ese debe ser el modelo. ¿Cómo lo ve usted?
—Eso decían también los románticos alemanes, la idea de que hay allí, en las culturas arcaicas, una sabiduría. Y hay sin duda una sabiduría que no se puede negar. Pero otra cosa es la admiración por el primitivismo, que viene de Rousseau y está en Marx también: la idea de que los hombres primitivos eran humanos más sanos y felices, menos enajenados que los que produce la historia. De allí la idea del comunismo primitivo y del comunismo final, y de la historia como un proceso de enajenación. Esa idea es fuerte en la izquierda intelectual y en el marxismo intelectual, muy vivo en el mundo académico. Pero yo distinguiría la idea de que son sociedades que produjeron una cultura, elaborando respuestas a la pregunta básica de qué es lo humano, y otra cosa es mirarlos tal como los nazis miraban a los germanos primitivos, creando una visión mistificadora de ellos.
—En la Convención se habla de establecer autonomías indígenas y en distintas comisiones se aprueban derechos específicos para los pueblos originarios, además de escaños reservados. ¿Qué configuración del Estado chileno se va armando así?
—Una parcelación del Estado. Algunos pocos lo han dicho, pero no con la fuerza que se debiera: este es el triunfo póstumo de Benito Mussolini, el Estado corporativo. Este es el corporativismo completo, no es la representación democrática. La democracia incluye también corporaciones, pero su existencia fáctica, no existencia política. Y esto de crear ciertos nichos de favoritismo para reparar una deuda histórica... es inevitable por esa vía crear ciertos nichos, porque los recursos no van a alcanzar para todos, y la lucha por ellos va a ser dura, compleja.
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También se aprobó establecer dos sistemas de justicia: uno nacional y una jurisdicción indígena. ¿En qué pie quedan allí conceptos como el de igualdad ante la ley?
—Se destruyen. Llegamos a algo parecido al corporativismo, a una parcelación del país. Diversos sistemas de justicia, ¿dónde ha funcionado? Ahora, aparte de lo que pase con el Poder Judicial, me preocupa también lo que pueda pasar con las Fuerzas Armadas y con los medios de comunicación. Son tres posibilidades peligrosísimas.
"Y a propósito de la Convención, no alcanzo a entender el papel que han tenido los comunistas, más allá de que son fuerzas que minan todo el sistema. Recuerdo que hace 103 años se eligió la primera asamblea libre en Rusia y duró menos de 24 horas... No sé con qué derecho moral adquieren aquí tanto protagonismo. Es parte de un frenesí por establecer derechos y por gobernar a partir de una asamblea: la idea de que la asamblea es la que gobierna y está redefiniendo las cosas todos los días. Es el camino del extremismo. Por lo demás, la distribución de votos para convencionales no se reprodujo ni en las elecciones municipales o regionales; menos todavía en las parlamentarias o en la primera vuelta presidencial".
—¿Qué rol puede jugar en todo esto el gobierno que va a asumir?
—El gobierno del Presidente electo, Gabriel Boric, está sometido a dos grandes tensiones. Está como un gran transatlántico amarrado a dos espías, a dos cables. Uno es el origen que tuvo, la rebeldía radical antisistema, incluidos los famosos 30 años. Y el otro es darse cuenta de que por ese camino se mina a sí mismo. Eso significa o ponerse como portavoz del sentimiento y de la fuerza antisistema, representados por la Convención, o renovar una fórmula socialdemócrata. Pero está el problema de que la Convención puede aprobar un documento que cambie drásticamente el sistema. Hay allí dos posibilidades. Una es que el Presidente Boric la confronte y la otra es que se alíe. No pensemos que no es posible una alianza en que la Convención diga: vamos a cambiar el sistema, pero usted puede presentarse una vez más para Presidente. Por eso yo veo la necesidad de, frente a ello, mostrar otro Chile. Tener la capacidad de formular una propuesta institucional amplia, en consonancia con la tradición constitucional de Chile, y recoger también elementos que han surgido en este tiempo, para tratar de crear un cierto equilibrio.
—Es lo que usted llamaba en una columna un proyecto de minoría.
—Claro. No sé si es posible legalmente que se puedan plebiscitar ambos proyectos. Pero independientemente de ello, es posible planteárselo al país: si gana el rechazo, vamos a impulsar un Congreso constituyente escuchando estas voces y vamos a proponer una nueva Constitución que, a su vez, va a ser plebiscitada. Un programa así, si permea, puede cohesionar a una parte importante y tal vez mayoritaria del país.
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¿No tiene expectativa de que la propia Convención pueda llegar a algo razonable?
—No tengo claros los números, pero me da la impresión de que entre todos los antisistema alcanzan los dos tercios. Y muchos que no están muy convencidos, no se van a atrever a estar en contra de eso, como para dar el 35% y decir no.
—A la vista de la evolución que ha seguido todo esto, ¿era buena idea la Convención Constitucional como forma de resolver el conflicto en que estábamos o al final solo terminó siendo una forma de chutear la pelota para adelante?
—Fue lo segundo. Reconozco que en su momento pensé: si eso conjura la crisis, está bien... En realidad, creo que fallamos en 2005. Debió haberse aprovechado esa circunstancia, haber hecho unas pocas reformas más, un debate público y convocar un plebiscito. A lo mejor igualmente habría habido estallido, pero el marco institucional no hubiera tenido esa herida original de legitimidad, que es lo que le afectó. Porque la forma en que se hizo la Constitución del 80, el año 1880 a lo mejor era aceptable, pero no en 1980. A pesar de que en su articulado permanente, en gran medida, no desdice lo que es una Constitución moderna y democrática. Entonces, ahora uno ve esto como una manera de chutear el asunto hacia adelante y que no salió muy bien. Y no sé si es posible que la Convención determine en una cláusula aprobada por los dos tercios que, como esto cambia tan profundamente el sistema y ha sido votado por el pueblo chileno, entonces tienen que renunciar todas las autoridades y va a haber elección general. Eso llevaría a un quiebre institucional tremendo.