Uno de los debates más interesantes de la Convención es el que suscitará la regla —ya aprobada en la comisión respectiva— que admite el pluralismo jurídico. ¿A qué alude exactamente ese concepto?
En un sentido laxo, alude a la existencia de varios sistemas normativos que se superponen unos a otros o que existen en forma paralela. Los ejemplos abundan. La coexistencia del commonlaw (el derecho angloamericano) y el civil law (el derecho de la Europa continental) en un mismo Estado, como ocurre en Canadá; la superposición del derecho nacional y el internacional, pudiendo este último instar a la modificación del primero (el caso del sistema europeo de derechos humanos); y en el ámbito comercial, la existencia de sistemas estatales y el softlaw (instrumentos de derecho meramente indicativo) son solo algunos ejemplos del fenómeno.
Pero el término tiene todavía un sentido más fuerte. En este caso alude a la fuerza normativa que poseen las culturas originarias que han vivido bajo un derecho estatal que las desconoce. Al lado del derecho creado mediante los procedimientos formales del Estado habrían sobrevivido prácticas culturales que definen bienes, asignan posiciones en la estructura social y establecen formas de resolución de conflictos que son distintas, y a veces contrapuestas, a las anteriores. En este caso (que podría ser el del pueblo mapuche) se plantean al menos dos problemas: ¿Qué razones pueden esgrimirse para admitir ese derecho distinto al estatal? ¿Cómo se resuelven los conflictos entre ambos sistemas?
Veámoslos rápidamente en ese orden.
La principal razón para admitir ese derecho es que entre los bienes que un sistema de justicia administra, hay algunos que para existir requieren, esencialmente, un conjunto de significados compartidos. El derecho de familia y el sucesorio —el matrimonio, la filiación, la herencia— son un buen ejemplo. Sin esos significados compartidos, esos bienes dejan de existir para sus partícipes. Hay, sin embargo, zonas del derecho —los contratos, por ejemplo— que favorecen el intercambio entre diversas formas de vida, es decir, entre partícipes de distintos contextos culturales (como lo muestra, dicho sea de paso, la globalización del mercado). Hay entonces zonas del derecho moderno que requieren significados sustantivos compartidos y otros que prescinden de ellos. Por eso el reconocimiento de la fuerza normativa de la cultura es una razón para acoger solo una parte del derecho propio de los pueblos originarios.
Una vez admitido el derecho propio de esos pueblos —al menos en parte—, cabe preguntarse qué ocurrirá cuando entre las reglas de sistemas distintos exista conflicto. En este caso, no cabe duda de que uno de los sistemas normativos ha de prevalecer sobre el otro. Dos reglas contrapuestas no pueden valer simultáneamente sobre un mismo caso. Y la preferencia debe estar a favor del derecho común (el estatal) y en contra del derecho propio (el indígena). ¿Por qué? La razón es que el derecho común tiene una vocación más universalista que el derecho propio y en su proceso formativo y de reforma han participado —o podrían participar— todos los sujetos con prescindencia de la etnia a la que pertenecen.
Y en cualquier caso, el pluralismo jurídico cuenta con un coto vedado, un límite insalvable. El respeto irrestricto de los derechos fundamentales. No es admisible esgrimir la propia cultura para exonerarse de cumplir esos derechos. Sería absurdo que alguien dijera que transgredir un derecho está justificado porque su cultura lo obliga a ello. Admitir eso sería subordinar el significado de esos derechos a la cultura de los involucrados. Algo así los privaría del universalismo que los constituye.
Los derechos humanos —deben recordarlo los convencionales— tienen por objeto proteger bienes cuyo fundamento no es cultural sino moral. Los derechos humanos son un baremo para las culturas, no una expresión de ellas.