Esta semana se ha aprobado un conjunto de reglas relativas a los sistemas de justicia y la forma del Estado. Esas reglas pueden examinarse desde el punto de vista jurídico —para ver si están o no bien diseñadas—; pero también desde el punto de vista político y cultural —para ver qué concepción general las fundamenta.
Y este último aspecto es más relevante que el primero.
Porque lo que está imperando en la Convención es una forma de concebir la comunidad política que difiere, en una medida importante, de la que hasta ahora era dominante.
Allí donde hasta anteayer existía la nación como una comunidad homogénea que hundía sus raíces en un mismo momento del tiempo y la memoria, hoy existen pueblos o naciones, formas de vida múltiples que habrían estado soterradas, incólumes, esperando el momento de reivindicarse; si hasta hace poco se hablaba ante todo de territorio, hoy se habla de territorios, en plural, para aludir a una síntesis que existiría entre las personas y el lugar donde desenvuelven sus vidas; si lo usual era emplear el masculino genérico para los seres humanos, hoy se prefiere hablar de los, las y les, esto último para incluir a quienes no se reconocen en género alguno; si hasta hace no mucho se creía que interpretar la ley consistía en dilucidar su sentido según reglas casi unánimemente compartidas, hoy se pretende que esa labor se realice con perspectiva de género e intercultural de manera que jueces y abogados deberán trascender su propia identidad para estar a la altura; si hasta hace algún tiempo se reconocía la diferencia entre haber alcanzado algo y haberlo heredado, hoy toda posesión que salga del rasero es producto de esto último; si alguna vez se pensó que el individuo y sus intereses tenía la última palabra, hoy la tiene el colectivo y los suyos, etcétera.
En muchas de esas cosas subyacen, desde luego, demandas justificadas (el reconocimiento de las culturas originarias, la lucha contra la discriminación); pero lo que está ocurriendo en la Convención es que esas demandas se han transformado, o arriesgan transformarse, en el punto de vista dominante para todas las materias. En otras palabras, las demandas se están transformando en puntos de vista globales, en sucedáneos de teoría acerca del contenido de toda la Constitución.
Así, de la noción de territorios (en plural) se derivarían demandas de autonomías legislativas o incluso económicas; del reclamo por la igualdad de géneros se seguiría la justificación de la paridad en la distribución de todas las posiciones del Estado (y habría que preguntar por qué se excluye a las disidencias); de la exigencia de reconocimiento de las culturas se inferiría el deber de trascender aquella a la que se pertenece hasta alcanzar un punto de vista que las comprenda a todas; del rechazo de los privilegios, se derivaría la idea de que ninguna desigualdad (por ejemplo, educativa) merecería ser tratada como un logro; de la demanda por compartir los riesgos (algo que hacen incluso los seguros privados) procedería la idea de solidaridad.
Es como si la justificación de una demanda desde el punto de vista moral (para seguir con un ejemplo indudable, la demanda de los pueblos originarios o la igualdad de géneros) estuviera por ese solo hecho justificada racionalmente en todas las esferas. Si es moralmente incorrecto discriminar en razón del género, entonces toda diferencia entre hombres y mujeres debe ser rechazada; si existe la pluralidad cultural, entonces toda decisión debe tomarla en cuenta. Y así. Es fácil comprender que si se deja pasar a esa falacia (creer que un rasgo de la parte lo es del todo) se inhibe la crítica. Una vez que la falacia se instaló hay poco que discutir: ¿quién se opondrá a que la ley se interprete interculturalmente o que existan varios sistemas de justicia sin ser culpado de etnocentrismo? ¿Quién iniciará su discurso con el masculino genérico o se opondrá a la paridad en todas las esferas sin ser tratado de machista o misógino? ¿Quién defenderá la provisión de salud por privados sin ser acusado de capitalista o, lo que es peor, cómplice del mismo?
Todo este debate tiene aspectos técnicos; pero sobre todo, una dimensión de hegemonía ideológica: el esfuerzo por imponer (hasta ahora, por lo que se ve, sin dificultad ninguna) un punto de vista sobre la vida social hasta lograr configurarla.