Una de las cuestiones clave en el debate constitucional lo constituye el diseño de la justicia. ¿Qué ideas debieran orientar las decisiones?
Desde luego, hay que reiterar algo que ya ha brotado en la Convención y que, bien entendido, es correcto. La jurisdicción (la facultad de decidir las controversias en base al derecho vigente) radica en cada uno de los jueces individualmente considerados, quienes no la reciben desde la cúspide. No es que los jueces de primera instancia reciban la facultad de juzgar desde la Corte Suprema, quien luego de concentrarla, la delegaría, en una especie de cascada, en ellos. No es así. Cada juez es depositario de la jurisdicción y la recibe directamente de la ley.
Lo anterior explica que la Convención se haya inclinado por denominar sistema de justicia a lo que hoy conocemos como Poder Judicial.
El cambio, bien entendido, parece justificarse: los jueces (a diferencia del Legislativo o el Ejecutivo) no forman una voluntad colectiva que en sí misma constituya un poder. Cada juez es, y debe ser, independiente respecto de todos los demás, incluida la Corte Suprema. Si la Corte, al margen del control de casación, tiene incidencia en el destino profesional del juez (porque controla su comportamiento funcionario de manera más o menos discrecional) entonces esa dimensión de la independencia se deteriora. A la hora de adjudicar o decidir un caso, cada juez debe sujeción al derecho vigente y nada más que al derecho vigente. La opinión de los otros jueces (salvo la que se contiene en los fallos de casación) no constituye argumento de autoridad respecto de la facultad que el juez, luego de recibirla de la ley, ejercita.
Eso es lo que explica que la Convención haya decidido desproveer a la Corte Suprema del control de la conducta de los jueces y, en cambio, entregarla, junto con su nominación a un órgano externo, como sería un Consejo de Justicia o de la Magistratura. La Corte Suprema no debiera ver en eso un desmedro, sino un fortalecimiento de su quehacer más propio: la función de casación y eventualmente de control constitucional.
El peligro, sin embargo, del Consejo de la Justicia o de la Magistratura es que, si se diseña mal, acabe deteriorando gravemente la independencia externa de los jueces. Los libere de su dependencia respecto de otros jueces; pero, a cambio, los haga depender de fuerzas externas a la propia judicatura, fuerzas subterráneas que no deben sujeción al derecho vigente sino que son portadoras de intereses políticos, económicos o de otra índole. Algo así sería del todo lesivo no solo para la judicatura y la dignidad de los jueces, sino para los ciudadanos.
Esto impone una grave tarea a la Convención: diseñar un cuerpo profesional e independiente, con alta lealtad al derecho, sin vínculos corporativos o políticos, encargado de nominar y evaluar el comportamiento funcionario (no jurisdiccional) de los jueces.
Porque no debe olvidarse que la independencia de los jueces no tiene por objeto protegerlos a ellos, sino que tiene por objeto la protección de los ciudadanos quienes, de esa forma, podrán contar con que las controversias de la vida social se decidirán en base a lo que dispone el derecho vigente y nada más que el derecho vigente.
Pero si la posición de los jueces depende de fuerzas que provienen desde dentro del sistema de justicia o desde fuera de él, entonces es el derecho el que finalmente resulta lesionado.
Y es que el derecho no es solo un conjunto de reglas puramente instrumentales. Constituye una forma de concebir la vida social y un depósito de bienes y valores que solo jueces profesionales, persuadidos de su tarea, con sentido de la independencia personal y garantías para ejercerla, son capaces de realizar.