Una cosa es clara: si el control constitucional no existiera; si no hubiera algún órgano encargado de evitar que las reglas del derecho legislado contradigan los derechos fundamentales o la distribución de competencias que la Carta establece; si a pretexto de que el control constitucional constituye una tercera cámara, se lo hace desaparecer o se lo aminora o mitiga o deforma hasta hacerlo irrelevante, entonces la misma Constitución no existiría.
Y es que, como saben los juristas, una Constitución sin supremacía, sin órganos que hacerla valer, no es sencillamente una Constitución.
Este problema es muy antiguo y, al revés de lo que se cree, no apareció por vez primera en el ensayo 78 de El Federalista o en el famoso caso Marbury versus Madison. La práctica de ejercer el control judicial para asegurar la primacía de las reglas es más antigua. Fue la tarea que durante los siglos XVII y XVIII, entre 1607 y hasta 1776, ejerció el Consejo Privado del Reino (Privy Council) que gobernó las colonias americanas. Y en la tradición continental, por su parte, el abate Sieyès argumentó ya en el XVIII que los derechos particulares debían conciliarse con los derechos generales (Sieyès 2003).
En el siglo XX este problema se hizo especialmente acuciante en la República de Weimar (1919-1933), cuando se puso de manifiesto tempranamente que las mayorías no tenían ninguna virtud epistémica (que la mayoría no era garantía de corrección o verdad) y que cuando eran transitorias podían decidir cosas que, si se meditaran, saltaría a la vista que son inaceptables.
Allí se comenzó a comprender que la moderna democracia de masas requiere del control constitucional.
Ahora bien, el control constitucional posee dos dimensiones. En una de ellas, se trata de resolver las contradicciones entre normas a favor de la de superior jerarquía, cuando ambas concurren en un mismo caso. Esto es lo que hizo la Corte Suprema durante la Carta de 1925. Para Carl Schmitt, quien participó de este debate durante Weimar, eso era suficiente (Schmitt, 1931). Kelsen sostuvo, sin embargo, que no bastaba, puesto que de lo que se trataba era de controlar, en base a las reglas constitucionales, la producción del derecho legislado, evitar que este último desmedrara o desconociera los compromisos constitucionales. Y de ahí entonces que él fue firme partidario de la existencia de tribunales constitucionales (Kelsen, 1929).
En el caso de la Carta Constitucional que ahora se delibera, hay razones adicionales para abogar por un órgano de control constitucional de calidad e independiente, integrado por juristas profesionales, identificados de manera imparcial, por ejemplo mediante un comité de búsqueda.
En un sistema unicameral (o con un débil bicameralismo asimétrico) elegido en votación única, las posibilidades de que la mayoría no solo pueda gobernar (lo que está bien), sino que carezca de cualquier contrapeso para hacerlo (lo que está mal) son muy altas. Por supuesto contrapesos consistentes en dotar de veto a las minorías o consistentes en instituir mayorías calificadas para adoptar políticas, no son razonables; pero impedir que las mayorías desconozcan la Constitución eso no solo es razonable, es imprescindible.
Los estudios comparados —v.gr. el de Shapiro et al. 2002— muestran los rasgos comunes a la expansión del control constitucional. Se han identificado el federalismo (que comparten Estados Unidos, Canadá y Australia); la división de poderes (que sería típica de la tradición francesa, cuyo Consejo Constitucional equivaldría a una tercera cámara especializada); o la importancia de los derechos (como ocurre en el caso alemán o español). A poco de meditar se descubre que esos tres factores estarán presentes en Chile: el regionalismo autónomo; la división de poderes o competencias, y para qué decir los derechos.
Así entonces debe haber control constitucional, pero a cargo de juristas profesionales e independientes (una expresión que es distinta a abogado o exparlamentario) cuyo deber será controlar la supremacía de la Constitución y configurar poco a poco los derechos que ella establece, interpretando los estándares que contendrá.
Una Constitución —no hay que olvidarlo— no es el texto, sino el texto interpretado. Para comprender la importancia del Tribunal Constitucional hay que decir de la Constitución lo que dijo Sartre del texto literario: es un trompo extraño que no existe sino en movimiento.