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Alejandro Vigo, filósofo: "El anzuelo totalitario es decirle que no le están dando totalitarismo, le están dando derechos"

"¿Por qué son los gobiernos más autoritarios los que más proclaman derechos? Porque el poder sabe que esos derechos no son garantizables, pero en la medida en que estén sancionados amplían la capacidad de intervención", plantea el académico de la Universidad de los Andes.

22 de Abril de 2022 | 08:48 | Por Álvaro Valenzuela Mangini, Crónica Constitucional
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El Mercurio
"¡Y yo creía que los que teníamos el defecto de sentirnos siempre únicos éramos los argentinos!", se ríe el filósofo y académico de la Universidad de los Andes Alejandro Vigo, a propósito de los comentarios sobre el carácter supuestamente excepcional que tendría lo vivido por Chile a partir de octubre de 2019.

Vigo conoce bien el país. Residió aquí, primero, entre 1993 y principios de la actual centuria, tiempo en el que Chile parecía "lanzado" y se instalaba en el liderazgo latinoamericano. En 2021, tras 14 años en España, volvió a un Santiago y un país muy distintos. Pero, en rigor, nunca había perdido el contacto, pues no dejó de venir regularmente. Y así pudo observar cómo, ante el desafío de iniciar una segunda fase en su desarrollo, Chile —en su visión— entró en una etapa de parálisis política y creciente agresividad social, que finalmente derivó en crisis.

Con todo, precisamente porque no advierte aquí algo completamente único, este especialista en el pensamiento aristotélico evita dramatizar. "Yo esto lo veo con más calma que muchos chilenos porque —y además como argentino— estoy acostumbrado a que en Latinoamérica todo se frustra por una razón u otra". Así, aunque crítico, dista del fatalismo. "Todavía hay posibilidades de reencauzar esto de manera sensata... pero depende de hacer buenos diagnósticos y buscar soluciones que tengan sentido". Y ahí vuelven los problemas, cuando campea aquella "pulsión refundacional" típica de la región: la idea tan "romántica" como "infantil" de borrar el pasado para construir una realidad completamente nueva.

Hay aquí "una cuestión bien curiosa. Lo que vemos hoy es una especie de simbiosis extraña entre romanticismo y normativismo tecnocrático: el romanticismo de los ideales da el marco a un desaforado normativismo tecnocrático. A la idea de que por decretos de la voluntad se puede cambiar sin resto la facticidad. Es decir, ahora nosotros dictamos catálogos infinitos de normas, y tenemos la ilusión de que la realidad se va a acoplar a eso. Y aquí surge el punto menos simpático de lo que quiero decir: cuidado con estas cosas, porque ese afán de normativismo que pretende presentar a la estructura jurídica, que siempre es coercitiva, como la garantía de todo lo deseable, tiene una doble cara: se presenta como dispositivo de garantía algo que no puede producir ninguno de esos resultados, pero entre tanto habilita al poder para intervenir en todos los aspectos de la vida. ¿Por qué son los gobiernos más autoritarios los que más proclaman derechos? Porque el poder sabe que esos derechos no son garantizables, pero en la medida en que estén sancionados amplían la capacidad de intervención".

¿Ese es el aspecto más peligroso?

—A mi juicio, sí. Pero no es una singularidad chilena. Latinoamérica es probablemente el continente que más constituciones ha producido en la historia y son cada vez más largas. Y en esas constituciones enormes lo que hay son cada vez más listados de garantías. La vida en Latinoamérica no ha mejorado sustancialmente por eso, pero la intervención del poder en todas las esferas de la vida, en la economía, en la educación, aparece casi como ilimitada. La gran trampa es decir: "Aquí está el conjunto de garantías que yo estoy obligado a cumplir", pero esa promesa no se cumple nunca y mientras tanto tengo el poder coactivo de intervenir en todos esos sectores. El pensamiento clásico en occidente era el de los derechos como límites del poder. Derechos que el poder podía cumplir absteniéndose de hacer cosas: el derecho a circular libremente, la libertad de opinión, etc. En la medida en que los derechos se convirtieron en derechos de segunda, tercera, quinta generación, pasaron a ser garantías de prestación. Uno puede discutir eso, pero hay que darse cuenta de que, en la medida en que uno garantice cada vez más prestaciones, lo que está haciendo es ampliar infinitamente el espacio de intervención. Piense en la libertad de expresión: era para que el poder no pudiera impedir que se dijeran cosas que lo afectan. Y ahora sucede que hay gente que dice que va a garantizar la libertad de expresión creando institutos oficiales que garanticen que los medios dicen la verdad. ¡Desde cuándo el gobierno va a ser garantía de la verdad!

El argumento es que esos derechos de primera generación no serían reales si no se garantiza una base de igualdad con los sociales.

—Que los derechos no sean reales es falso, porque los derechos de no intervención sí que se pueden garantizar no interviniendo. Veamos ahora si conviene además apuntalar a la sociedad desde el punto de vista de llegar a un mejor ejercicio de esas garantías, pero eso ya es materia de políticas públicas. Ahora lo que se pretende establecer es un catálogo amplísimo, donde además aparecen como sujetos de derechos entidades que ni siquiera tienen el carácter de personas. Piense usted en los “derechos de la naturaleza”, ¿para qué sirven? Para que alguien tenga la potestad de decir qué se puede hacer y qué no en ciertos ámbitos, so pretexto de decir que está custodiando los derechos de la naturaleza.

"En definitiva, la ampliación de derechos a cualquier cosa que nos parezca deseable tiene como contrapartida que la única manera de garantizar eso sería tener el control total de lo que ocurre en la sociedad. Nadie quiere el totalitarismo, pero el anzuelo totalitario es decirle a usted que no le están dando totalitarismo, le están dando derechos de todo tipo".

A propósito del riesgo del totalitarismo, usted ha hablado de "la delgada capa que nos separa de la barbarie".

—Totalmente. Esa credulidad de "hay cosas que no nos pueden pasar, sencillamente porque vivimos hoy"... ¡Cada generación vivió su hoy! Y la historia humana es una historia de catástrofes institucionales. Lo excepcional es la estabilidad. Los pensadores griegos lo tenían clarísimo: hicieron teorías de las formas de gobierno que tenían como contraparte la degeneración de cada una de esas formas de gobierno. Nosotros creemos que porque tenemos teléfono móvil estamos más allá de la historia. ¿Cómo no nos va a poder pasar cualquier cosa? Tenemos que enfrentar los problemas y estar en vela respecto de los peligros que entrañan ciertas derivas.

En Chile a muchos les ha sorprendido el peso que han tomado las políticas identitarias o el neoindigenismo. ¿Es tan sorprendente?

—Ha pasado en muchos lugares, de otras formas. Nosotros estamos en una época posilustrada. Por eso es importantísimo rescatar lo que era esencial de un modo de pensar característico de la modernidad: el principio de igualdad ante la ley, que no tiene nada que ver con negar las identidades plurales que pueda haber; tiene que ver con la noción de ciudadanía. Aquí nuevamente tenemos una deriva que empieza por ser buenista y termina en la demolición de aquello. Si usted empieza a integrar reconocimientos jurídicos, esto es, en una sede que es de imposición coactiva; si usted empieza a integrar elementos diferenciadores tales que el principio de igualdad ante la ley se ve progresivamente deteriorado, hasta el punto que luego hay personas que son elegidas con poquísimos votos porque hay un grupo al que se le concede una sobrerrepresentación mayúscula, y luego hay otras personas que, para que su voz tenga representación, deben aportar un caudal de votos muchísimo mayor, lo que tiene es una demolición paulatina pero eficaz del principio básico de la igualdad ante la ley.

Pero estas diferenciaciones se hacen en nombre de una igualdad "sustantiva", considerando que estos grupos han sido históricamente marginados.

—En los años 70 se decía exactamente lo mismo: que las democracias liberales occidentales eran democracias formales, había que pasar a una democracia sustantiva; por ejemplo, Cuba. Si usted quiere desmontar la idea de igualdad ante la ley, ¿qué dice? Que es una igualdad puramente formal, que lo que hay que tener es una igualdad sustantiva, que es un nombre grande para la desigualdad ante la ley, y finalmente no solo ante la ley. Usted dentro de un marco de igualdad ante la ley puede tener políticas de promoción de grupos desfavorecidos, pero si convierte todo eso en parte de un marco normativo, lo que conviene finalmente es apuntarse a alguno de los gremios favorecidos, porque el único que no tiene defensa es el ciudadano que no forma parte de ellos. Esto es, visto al límite, el retorno a formas del Estado estamental, que es lo que la modernidad quiso superar. Si se llega a ese límite, las garantías individuales desaparecen y los que detentan las garantías son asociaciones intermedias que dicen ser representantes de un grupo, una etnia o lo que sea.

¿Cómo se entiende la adhesión a estas ideas por parte de la generación más joven, que ha vivido las etapas más prósperas en la historia de muchos países?

—La dinámica del desarrollo social es una en que los reclamos se van reformulando al compás del mejoramiento de las condiciones de vida. Desde un punto de vista ingenuo le van a decir “cómo es que usted lo tiene todo y reclama”. Es que no es así como funciona. Es porque usted lo tiene todo, que da eso por garantizado, y ahí está el error trágico: da por garantizado lo que ya ha obtenido y piensa que le debe añadir un plus. Y cree que el añadido, que se va a dar con unas medidas que tampoco se sabe si funcionan bien, no va a afectar lo ya conseguido. Ahora, que la gente joven reclame no es nada nuevo, pero lo que ha ocurrido en los últimos 20 o 30 años es una pérdida impresionante de la conciencia histórica. Estamos en una época en que ni siquiera a nivel universitario, y lo digo con dolor, nos encontramos con gente que sepa nada de lo que ha ocurrido en el siglo XX, no hablo de la Grecia antigua.

"Hemos tenido una sociedad tan indolente que ha creído que el ministerio va a resolver los problemas de la educación. Estamos entregando la educación en manos de la tecnocracia. Y así son los resultados. Esta indolencia de la sociedad civil, dedicada más bien a los placeres del consumo y a un montón de otras cosas, esto de "ya otros harán por mí la tarea de educarme a los hijos", tiene mucho ver con que hijos de familias burguesas reaccionen, piensen que los padres se han dedicado a cuestiones que no tienen valor —y en cierta forma tienen razón— y entonces cuestionan eso, pero sin conciencia histórica, cayendo en cosas que son vetustas pero creyendo que están descubriendo la pólvora".

Usted ha resaltado la figura de Gadamer, un filósofo preocupado del tema del lenguaje. ¿Qué nos dice el tipo de lenguaje que existe en nuestra Convención, que habla de plurinacionalidad; de personas "con capacidad de gestar" en vez de mujeres; de sintiencia, etc.?

—Aquí me viene a la mente más bien lo que dijo un filósofo norteamericano posmoderno muy amigo de Gadamer, Richard Rorty. Él dijo una vez algo que hay gente que ya lo tiene muy incorporado a sus estrategias: es un error pensar que los debates culturales son debates en los cuales se razona y se extraen conclusiones a partir de premisas. Porque en realidad lo que hay que hacer en estos debates culturales es forjar el lenguaje en el que se va a razonar. Esto puede parecer una observación irrelevante, pero en la medida en que de ella se apodera la lucha política, adquiere una relevancia enorme. Porque ahora la cuestión es quién se hace dueño del lenguaje en el cual se va a argumentar. La primera toma de posesión en la lucha política es la conquista del lenguaje en el cual todos van a tener que hablar. Fíjese que hoy llegamos a un punto en el cual se están prohibiendo modos de hablar.

Hay quienes llegan a pedir que se cancele gente por decir tal o cual cosa. Esos son los subproductos más barbáricos de algo que está situado mucho más atrás: que no se trata solo de la argumentación, sino de cambiar el modo en que se articula aquello que hay que decir. Y eso es parte importante de la imposición de agendas culturales. En la historia eso ha ocurrido siempre. Lo que no ha habido es una conciencia tan clara ni una estrategia tan específicamente diseñada para manipular esos procedimientos. Pero si usted toma las cosas que hacía Goebbels, son, salvando las distancias, las mismas. Hoy, por ejemplo, ¿por qué se vuelve problemática la palabra mujer, que nunca lo fue? Es problemática sobre la base de un conjunto de premisas que muchas veces ni se muestran ni se exhiben. Lo que ocurre en la práctica es que se empieza a ordenar: "eso no se debe decir". Fíjese usted: "Eso no se dice". Nos están tratando como se trataba a los niños de cinco años cuando decían una mala palabra. Usted no es alguien que puede hablar como quiere, es un niño que debe aprender un lenguaje nuevo. Y si no, usted no pasa el test de la pureza. Es un sospechoso.

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