Harald Beyer no es amigo de las estridencias. Tal vez porque "la humanidad ha demostrado tener capacidad de corregir sus errores", el rector de la Universidad Adolfo Ibáñez evita los juicios catastróficos al enfrentarse al borrador constitucional. Privilegia un análisis más frío. Pero, precisamente por eso, sus observaciones pueden terminar resultando especialmente severas.
—¿Es esta una Constitución con la que se puede vivir?
—¡Los seres humanos podemos vivir con muchas cosas! —sonríe, a propósito de la frase que usara Javier Couso para defender el borrador. En su visión, los parámetros deben ser otros.
"En Chile —explica— se produjo una disociación muy grande entre la modernización económica, cultural y social que vivió el país, y la capacidad del orden político para lidiar con ello. Y por otra parte, que es una segunda dimensión, las democracias están hoy amenazadas en el mundo, donde las exitosas tienen tres características: capital social, instituciones sólidas e historias compartidas. Si uno analiza la Constitución que se generó en este intento, no aborda ninguno de estos desafíos. En las dos dimensiones sale mal parada".
—¿Por qué dice que la propuesta no se hace cargo de la disociación entre la modernización del país y las instituciones políticas?
—Cuando uno elige un sistema presidencial, debe estar consciente de sus limitaciones. Y una de las principales se refiere a cómo coordinar mejor el Poder Ejecutivo con el Legislativo. El presidencialismo no tiene buenas instituciones para eso, pero en el caso del orden político que se ha diseñado por la Convención, esa coordinación se hace mucho más difícil todavía de lo que es hoy, porque el Presidente queda debilitado, la Cámara Regional tiene bastante poco poder, el Congreso sigue fragmentado, y también se introducen otras reformas que debilitan aún más a ese Presidente y a este orden político...
—Pero el actual sistema político tampoco ha estado funcionando bien.
—Porque no tiene grandes instancias de coordinación. Se habla mucho del excesivo presidencialismo, pero sabemos a partir de lo que pasó en la administración anterior que es un poco de mentira: cuando los presidentes son muy impopulares, no les sirve de nada. Entonces la pregunta es cómo se genera una mejor coordinación entre el Parlamento y el Presidente. Y en eso se retrocede. El veto presidencial, por ejemplo, queda muy disminuido; es más, genera conflicto, porque, cuando el Presidente quiera hacer un cambio a un proyecto que emana del Congreso, le va a convenir más rechazarlo en su totalidad. Después, la concurrencia presidencial para proyectos que emanan del Congreso y que significan gasto es un mal diseño: el Parlamento va a estar constantemente intentando antagonizar al Presidente y llevando adelante estos proyectos, sobre todo cuando es un Congreso tan fragmentado. Porque en esta propuesta no hay ningún intento por reducir el número de partidos. Según el diagnóstico, el sistema político era incapaz de reflejar las demandas ciudadanas. Pero la verdad es que no era por falta de ganas, sino por falta de cooperación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Y en esa dimensión esto retrocede más que avanza.
—A propósito de demandas, esta propuesta sí trata de avanzar en descentralización. ¿Cuál es el resultado de ese esfuerzo?
—Cuando uno ve la redacción, encuentra inconsistencias, situaciones que de alguna manera invitan a una autonomía que no es propia de un Estado unitario. Si se piensa en las grandes políticas públicas hoy en salud, en educación, en vivienda, son todas relativamente centralizadas, donde está el grueso del gasto público. ¿Cómo eso conversa con todas estas autonomías que se les quieren dar a las regiones? ¿Cómo conversa, además, con una serie de disposiciones económicas, de desarrollo urbano, de permisos? ¿Cómo se va a lograr que esta descentralización fluya de manera efectiva? Yo no lo veo.
—¿Y por qué para Chile es importante el concepto de Estado unitario?
—Nosotros estamos avanzando a una serie de elementos identitarios que se consagran en la Constitución... Como algunos han comentado, esta Constitución parece escrita en un departamento de ciencias sociales y estudios de género de una universidad de élite norteamericana: está llena de conceptos que maneja una élite académica y que se tratan de insertar sin ningún realismo en el marco político. Fíjese que en la redacción de la Constitución se habla solo dos veces de unidad del Estado, el mismo número de veces que se habla de los "circuitos cortos", que son una estrategia de comercialización, donde los productores venden productos frescos directamente a los consumidores. Eso revela poca atención a la dinámica que podrían generar la plurinacionalidad, las autonomías regionales, las autonomías territoriales, los autogobiernos, y donde nada de eso está específicamente contextualizado, bordeado. Esto puede conducir a un Estado muy poco funcional, con todos los riesgos que esto implica para el diseño futuro del país que estamos construyendo.
"Pero además, quiero recordar la segunda dimensión que me preocupa: el debilitamiento de las democracias por falta de cohesión social, de instituciones fuertes y de historias compartidas. Y todo esto atenta contra la cohesión social, debilita las instituciones y tampoco fortalece historias compartidas".
—Usted mencionó la plurinacionalidad. ¿No puede ser esa la forma de resolver el problema con nuestros pueblos originarios?
—No es lo que cree la población. Se han hecho varias encuestas en los últimos dos años que muestran un rechazo al concepto de plurinacionalidad y creo que los ciudadanos entienden bien sus riesgos. Lo que sí quieren es reconocimiento a los pueblos originarios, mayor interculturalidad. Esos son elementos que se podrían haber puesto en la mesa. Pero poner directamente el concepto de plurinacionalidad, con todos los otros elementos que además lo van acompañando en el borrador, sin que haya una clara visión y una clara discusión de cómo eso podría funcionar, creo que más bien linda en la irresponsabilidad.
—Se mencionan dos tipos de casos: por una parte, Nueva Zelandia y Canadá; por otra, Bélgica. Serían ejemplos de países que reconocen distintas naciones y logran convivir en un mismo territorio.
—Aquí se presenta la experiencia comparada con una visión sesgada. En los primeros dos ejemplos no hay plurinacionalidad. Sí hay un reconocimiento de los pueblos originarios, disposiciones constitucionales que lo expresan y ciertas autonomías, pero lo de varias naciones dentro del Estado no es una idea que esté en Nueva Zelandia ni en Canadá.
"Y el caso de Bélgica es muy interesante. Era un país que era unitario hasta 1970. Hubo una larga discusión de cómo avanzar al reconocimiento de las sensibilidades culturales, lingüísticas y de las historias que había en esas distintas comunidades. Se acordó una suerte de Estado federal, con dos capas subnacionales: una mirada comunitaria y una mirada territorial. Todo esto fue además construido muy gradualmente, producto de una discusión muy intensa, con reformas a la Constitución después de haber alcanzado grandes acuerdos. Y, aun en ese caso, a pesar de todos los cuidados y a pesar de que es muy distinto de la idea de dos naciones, porque está construida como un Estado federal, la evolución ha generado mucho cuestionamiento. De hecho, Bélgica acaba de estar dos años sin gobierno, y mucho tiene que ver con esto".
—El ministro Marcel dijo que esta Constitución ya había despejado los temas económicos. ¿Usted también queda tranquilo?
—¡La tranquilidad es un concepto tan relativo! Lo que uno mira es si las instituciones económicas se fortalecen. Y no es así: en el margen, se deterioran. Sin que esto sea un desastre, pero se deterioran. El Banco Central queda relativamente bien cubierto, pero deja de ser regulado por una ley orgánica, pasa a ser una ley simple y, por tanto, fácilmente modificable. Y lo que hay en la Constitución para protegerlo no es tan robusto como para que quede inmunizado frente a estos grupos fragmentados que va a haber en el Congreso. El derecho de propiedad queda cautelado, pero, claro, Chile es un país rico en recursos naturales y los recursos naturales son siempre atractivos de capturar en el discurso ciudadano, y este derecho queda en definitiva menos protegido de lo que está hoy. Después, los derechos de agua, fundamentales para Chile, quedan en un vacío relativamente perverso, me atrevería a decir. Allí hay un claro retroceso. Entonces, no sé de dónde el ministro Marcel ve que están resueltos los temas y que la Constitución no tiene nada preocupante para el desarrollo económico futuro.
—Gente como Carolina Tohá plantea que esto hay que tomarlo como un comienzo. Que después va a venir un largo proceso de elaboración de leyes, de ajustar instituciones.
—Como hubo un error que probablemente se va a reparar en la comisión de Armonización, podríamos también decir que la mayoría de la Constitución se cambia con ley simple. Pero una Constitución envía una señal muy importante: es el marco que invita a construir un país en común. En ese sentido, esta Constitución le hace un flaco favor al país.
—¿Cuál es su hipótesis para lo que ocurrió: una Constitución que, como dice, parece escrita por un departamento de estudios sociales de una universidad estadounidense?
—No de cualquier universidad estadounidense, sino una de élite.... porque en muchas universidades estos debates no están presentes. Yo creo que esto es un fenómeno propio de las democracias modernas. La diversidad lleva a estas demandas identitarias, que son importantes de atender, pero que reflejan muy poco al ciudadano promedio, que va quedando al margen. Eso explica que el Rechazo haya crecido tan rápido. Mi interpretación es que el ciudadano promedio siente que su visión no ha quedado bien reflejada en esta discusión. Eso no significa necesariamente que vaya a terminar votando Rechazo, pero no va a quedar contento con el proceso. Para la política es una mala señal. Las asimetrías que se ven en el texto son bien sintomáticas de esto. Que nos preocupemos tanto de ciertos aspectos y que otros que son valiosos para la mayoría de los chilenos, como la libertad de enseñanza, reciban un tratamiento bastante mezquino, da un poco cuenta de ello.
—¿Es un problema de diseño del proceso o de la actitud de los convencionales?
—Chile es un país culturalmente muy vulnerable a las grandes tendencias académicas, intelectuales, de otras partes del mundo. Esta Constitución refleja un poquito esto. Es como una nueva élite que vio una oportunidad, o una parte de la élite, que quedó en una posición de mucho poder en este proceso y trató de convencer a la población de esa visión, y en eso ha tenido poco éxito, porque procesos de cambio de esta naturaleza requieren mucho más diálogo, mucha más deliberación.
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Este proceso fue la respuesta en un momento de crisis. ¿Va a cumplir esa oferta que se hizo, de dar una salida a la crisis?
—En el corto plazo, redujo las tensiones y abrió un camino institucional para resolver un conflicto político de proporciones. Es justo reconocer el trabajo de los convencionales, el proceso que se instaló, el respeto relativamente generalizado que ha habido a este. Pero, de nuevo, lo que demanda la ciudadanía es una cierta efectividad, una cierta capacidad de acompañar el proceso de modernización, la idea de que se puedan vivir los distintos modos de vida sin sentirse amenazados por factores alejados de su control. Esta Constitución no garantiza que ello se vaya a poder satisfacer. En este sentido, es una experiencia que queda muy al debe. Ahora, como es una Constitución bien flexible en cierta medida, que deja muchas cosas a la ley, algo de esto se podría reparar hacia el futuro. Pero hay que estar conscientes de que este proceso terminó siendo no muy bien recibido por la población. En los propios convencionales no parece haber esta conciencia y no sé si el mundo político está haciendo la interpretación apropiada: es muy raro que un proceso que fue aprobado por el 80% de la población esté terminando con una gran incertidumbre respecto de si se va a aprobar o no esta propuesta. Eso habla de algo que no estuvo bien. Y creo que hay que sacar lecciones.