Cerca de la despedida, el vicepresidente de la Convención, el médico Gaspar Domínguez —alguna vez habrá que examinar el porqué de la influencia que su profesión ha tenido en la política chilena— solicitó a la ciudadanía: hacer un juicio en base al resultado del texto y no en base a cuestiones del todo reprochables que puedan haber realizado uno, dos o diez convencionales.
Antes de examinar esas palabras es necesario, desde luego, corregirlas. Es imposible hacer "un juicio en base al resultado del texto" (no se puede saber el resultado que producirá el texto antes que entre en vigencia, como es obvio). Lo que entonces el vicepresidente quiso decir (pero no dijo) fue que se debía juzgar el texto con prescindencia de la conducta de sus autores.
¿Es correcta esa demanda? Aparentemente no.
Es muy difícil olvidar la suma de payasadas, tonterías, necedades, disfraces y desplantes de algunos (no de todos) los convencionales, quienes prefirieron la performance a la reflexión a la hora de realizar su trabajo. Fernando Savater refiriéndose al caso de Chile llegó a decir (y al ver el comportamiento de algunos no pareció faltarle razón) que "en todas partes había chiflados; pero no en todos los sitios escribían la Constitución".
Así las cosas, podría argüirse, no es posible separar el texto final del comportamiento previo de algunos de quienes lo produjeron.
Quien hace payasadas, solo podría escribir payasadas; quien se comporta como tonto, tonteras; quien ejecuta una conducta frívola, frivolidades.
Pero la verdad es otra:
hay que separar el texto de sus autores. Que no hay que juzgar un texto por el comportamiento de sus autores es bastante obvio en materia literaria. Las Residencias de Neruda no pierden valor porque su autor haya sido violador confeso o haya abandonado a su hija. Las Palmeras Salvajes son extraordinarias no obstante el machismo de Faulkner. Y Altazor maravilla a pesar que Huidobro raptó a una menor de edad. Lo mismo vale para la filosofía. Ser y tiempo es fundamental no obstante que su autor cohonestó intelectualmente (mientras fue rector) al nazismo. Y sería absurdo rechazar la obra de Carl Schmitt con el argumento de que su autor se convirtió en el jurista del Reich. Y por la inversa, sería ridículo derivar del hecho que alguien es bien portado y políticamente correcto el valor de lo que escribe.
No cabe duda. Hay que distinguir entre el autor del texto, por una parte, del sujeto biográfico, por la otra.
Es verdad que un texto legal o constitucional no parece ser lo mismo que un texto literario; pero, bien mirado, no hay diferencias. En ambos casos se trata de textos destinados a ser leídos para desentrañar su sentido. Y al hacerlo se trata de saber lo que el texto dice, no cómo fue la vida o la conducta de sus autores. Usted no entiende Casa de campo leyendo una biografía de Donoso, o La crítica de la razón pura conociendo la vida de Kant, o un manual de instrucciones para su automóvil enterándose de quién lo escribió y cómo era.
Y es que los textos tienen la rara cualidad de independizarse de sus autores.
Si la Carta Constitucional que se propone llegara a aprobarse, no estaremos sujetos a la voluntad individual, ni a las ideas de quienes ejecutaron payasadas: estaremos sujetos, para bien o para mal, al sentido objetivo del texto.
En consecuencia, hay que discutir no el comportamiento de los convencionales sino el texto mismo a la hora de decidir.
Por eso el
Presidente Boric tampoco tenía razón cuando dijo que cualquier cosa era mejor que un texto redactado por "cuatro generales" (que la verdad sea dicha, no tenían talento ni ilustración como para haber escrito la Constitución del 80). Y no tenía razón porque el sentido del texto —hay que repetirlo: el sentido del texto— se independiza de la voluntad de quienes intervinieron o las circunstancias en medio de las que se produjo. Esto, que vale para un texto literario o para un texto religioso (donde no se pregunta quién los escribió, sino qué dice el texto y por qué lo dice) vale también para un texto legal.
Así que puede usted reírse de los convencionales o rechazar su comportamiento (o aplaudirlo y encomiarlo); pero ello no lo exime del deber de leerlo y entenderlo antes de juzgar.