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Pablo Ortúzar: "El Rechazo es la bofetada de realidad que el Presidente y su entorno necesitan"

Para el antropólogo, duro crítico de la propuesta constitucional, el rechazo de esta le daría al mandatario y a su generación "la oportunidad de convertirse en algo mucho mejor de lo que son ahora", asumiendo un verdadero liderazgo. "Yo espero honestamente eso del Presidente. Que el Rechazo le permita agarrar las riendas, cortar el chantaje comunista, y ayudar al país a llegar a acuerdos amplios", sostiene.

15 de Julio de 2022 | 07:35 | Por Álvaro Valenzuela Mangini, Crónica Constitucional
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El Mercurio
El mensaje lo da Pablo Ortúzar al final de la entrevista y tiene como destinatario al Presidente Boric: "Si va a entregar bonos, que se ponga serio con el tema de no intervenir en la campaña".

Y argumenta: "Poniendo plata encima de la mesa, es un insulto a la gente que él siga mandando señales, llamando a votar Apruebo como quien no quiere la cosa. Nosotros no somos Argentina y no queremos serlo".

Así, de frases lapidarias y directas, es Ortúzar. Antropólogo e investigador del IES, con pasado universitario anarquista y hoy cercano a la centroderecha, fue un entusiasta del proceso constitucional. Un noviembrista que votó Apruebo y que quiso creer en la Convención. Pero, reconoce, ya la chifladera al Himno Nacional el día de la instalación le dio un mal augurio, "y después fui viendo que las cosas que iban apareciendo eran realmente delirantes".

Así, a fines de febrero, cuando la discusión de contenidos avanzaba a toda marcha, terminó de formarse un juicio negativo que el análisis de la propuesta final vino a confirmar.

De hecho —explica desde Escocia, donde vive mientras termina su tesis doctoral— no está de acuerdo con quienes llaman sin más a separar el texto constitucional de lo que fue la Convención:

—Es imposible separar por completo la obra del autor. El corporativismo identitario, la pulsión disolvente del orden republicano, la interpretación "woke" de nuestra historia nacional y la jerigonza posmoderna que vemos en el proyecto son inseparables de la Convención. Pero hay algo más importante que la Convención nunca se tomó en serio y que hoy les pasa la cuenta: la expectativa ciudadana no recaía solo sobre el texto final, sino también sobre el proceso. La mayoría de los chilenos esperábamos que la nueva Constitución fuera un lugar de encuentro ciudadano, una transformación del 80% de entrada en un 80% de salida que renovara los votos patrios. La famosa "casa de todos" que prometieron. Y lograrlo demandaba una actitud política muy distinta al adversarialismo faccioso. En buen chileno, se lo farrearon por fanáticos y abusadores. Y que ahora nos manden "a leer" con tono despectivo solo le agrega insulto al daño. Es muy razonable que muchos chilenos no quieran aprobar algo nacido de la trifulca indecorosa y del engaño de falsos independientes y cupos reservados que no representaban casi a nadie.

Sin embargo, los convencionales lograron elaborar un texto que establece un cierto orden político y de la sociedad.

—Basta leer el texto para constatar que, lejos de crear un sistema institucional estratégico y funcional a las necesidades nacionales, lo que se hizo fue una repartija o loteo entre grupos de interés. La máquina política es desmembrada y dejada sin quilla. En vez de devolución de facultades hacia unidades locales integradas y contrapesadas por las unidades de mayor jerarquía, hay una disolución del orden institucional que hace crecer brutalmente el costo y el volumen del aparato administrativo, pero sin ofrecer ventaja alguna a los ciudadanos. Al revés, pagaremos más impuestos para sostener una red interminable de pequeñas unidades políticas capaces de abusar de su autoridad sin control ni contrapeso oportuno y efectivo. En este sentido, la Convención operó más como un procedimiento de quiebra, poniendo en fila a los que se sentían acreedores del poder, que como un proceso constitucional.

¿A qué apunta cuando afirma que a esta propuesta la caracteriza un "igualitarismo corporativista"? ¿No es simplemente un empeño por emparejar la cancha para grupos que han sido históricamente excluidos: indígenas, mujeres, minorías sexuales?

—El corporativismo es una lógica que tensiona la igualdad democrática en nombre de las diferentes comunidades de interés de los grupos sociales realmente existentes. Es la que Jaime Guzmán usó, por ejemplo, para justificar a los senadores designados. El tema es que debe ser suministrada con prudencia y precisión si no se pretende destruir el orden democrático. Y lo menos que hay en la propuesta de la Convención es prudencia y precisión. Se crea un aparato de privilegios odiosos en favor de los "pueblos originarios" que convierte a los chilenos comunes y corrientes en ciudadanos de segunda clase, metiendo por la ventana incluso a un "pueblo tribal" no originario y dejando la puerta abierta para que “renazcan” otras etnias. Es decir, se monta una verdadera industria del rentismo étnico, mezclando además reconocimiento y reparación, cuando hay muchos pueblos respecto a los que el Estado de Chile no tiene deuda histórica alguna. Eso por un lado. Por otro, se impulsa la paridad entre hombres y mujeres al mismo tiempo que una agenda de género que afirma que el sexo se define por la identidad, no dejando claro si toda persona que se identifique como mujer podrá acogerse a las normas de paridad. Y se aboga también por la integración de todas las minorías sexuales, pero sin incluirlas, aparentemente, en el prorrateo de cargos. Todo esto muestra un descuido brutal por parte de los redactores.

¿Tiene justificación la aversión que según las encuestas genera en la opinión pública el concepto de "plurinacionalidad"? ¿No es, como dicen muchos convencionales, un miedo a lo que no se conoce bien?

—Ese paternalismo progresista basado en la pereza colonialista de suponer que algo que suena parecido a los arreglos institucionales de Canadá o Nueva Zelandia debe ser asumido como correcto es realmente burdo. Por supuesto que hay un problema con tratar de imponerle el “plurinacionalismo” —entendido, además, como privilegios según etnia financiados por todos— a una nación mestiza que siempre ha aspirado a una severa igualdad democrática entre sus ciudadanos. En esto la izquierda está yendo contra su propia tradición política e intelectual, y que no sean capaces siquiera de verlo resulta incomprensible.

A propósito de la forma en que el Frente Amplio se ha jugado por esta Constitución, usted ha hablado de un grupo que revienta todos los espacios institucionales a los que llega y que ahora buscaría el poder total. ¿No es una exageración?

—He seguido pensando este asunto. Mis juicios iniciales no me convencen del todo. Para mí, la nueva izquierda, de la que fui parte cuando joven, es muy enigmática. Hay sin duda en ella una pulsión totalitaria, un deseo absolutista, pero combinado con una tremenda energía disolvente del orden. Esa combinación es desconcertante. Pero la crítica de Karl Löwith al nihilismo político de Heidegger y Schmitt me hizo caer la teja de que el "antineoliberalismo" de esta nueva izquierda se parece enormemente al "antiliberalismo" de los nihilistas europeos de entreguerras. Podría, entonces, tratarse de una negatividad polémica sin contenido real. Un simple deseo de oposición total a lo existente, con la esperanza de que del caos surja algo mejor. Y esto significaría que la izquierda joven no tendría realmente un proyecto político, sino uno de demolición. Y por eso piensan que todas las micros "antineoliberales" les sirven, lo que los lleva a abrazar la política identitaria. El proyecto constitucional, en ese sentido, abre la puerta para la emergencia de un proyecto político total, pero principalmente a través de la disolución de la unidad política en el caos institucional. Asumo que ese es el cálculo del Partido Comunista, por lo demás.

En ese sentido, ¿le sorprendió el nivel de influencia que logró ejercer el PC en la Convención?

—El Partido Comunista siempre ha lucrado con el caos. Su estrategia es siempre promover el mayor desorden posible, porque ellos son una pequeña élite muy articulada y disciplinada, y operan sobre la base de que, cuando hay caos, esa pequeña élite puede tomar las riendas del poder. Esa es la receta comunista. Y funciona. La revolución rusa es eso. Los comunistas eran un puñado de gallos y tomaron el control aprovechando el desorden.

¿Por qué sostiene que finalmente sería mejor para el Presidente Boric que esta Constitución no se apruebe? ¿Cómo entiende las señales cambiantes que ha dado el Gobierno respecto del vínculo entre su programa y el triunfo del Apruebo?

—Para mí es claro hoy que el verdadero programa era simplemente comenzar la transición constitucional, que ellos se imaginaban, además, como un gran carro de la victoria. Es lo que cualquier grupo joven e inexperto que llega al poder querría: que tu misión fuera seguir, entre aplausos, un camino amarillo trazado por otros. Pero el contexto los está llamando a algo más grande y complicado. Y, hasta ahora, no han estado a la altura. Se ven, en cambio, picados y asustados. Un Gabriel Boric errático y dedicado a chapotear en el fango de las redes sociales no es el liderazgo que necesitamos. Por eso se ve sobrepasado, por ejemplo, por la claridad y conducción de Ricardo Lagos. Por lo mismo, creo que el Rechazo es la bofetada de realidad que el Presidente Boric y su entorno necesitan para tener la oportunidad de convertirse en algo mucho mejor de lo que son ahora. El Rechazo puede ser un antídoto al nihilismo de la nueva izquierda. Su oportunidad de encontrarse y aprender a respetar, conducir y querer al Chile real. La generación de Boric, hasta ahora, no ha sido educada por la derrota que te hace adulto, aclarando tu identidad y tu vocación. Ahora es el mejor momento para ello.

Y si efectivamente gana el Rechazo, ¿ve en el Presidente y su gobierno la capacidad para encauzar una nueva discusión constitucional? ¿Podría hacerlo manteniendo en su coalición al PC y al sector más duro del Frente Amplio?

—Yo espero honestamente eso del Presidente Gabriel Boric. Que el Rechazo le permita agarrar las riendas, cortar el chantaje comunista, y ayudar al país a llegar a acuerdos amplios que renueven la lealtad recíproca ciudadana. Que se la juegue por ser el Presidente de todos los chilenos, y no solo el de los activismos enojados. Lo creo, además, capaz de eso. De ser un nuevo Patricio Aylwin, sin necesidad de volverse un González Videla. No es necesario que los Hugo Gutiérrez y Danieles Jadues de este mundo terminen arrancando en burro por la cordillera. Basta con aislarlos políticamente, transformando el proceso de demolición nacional en uno de reconstrucción democrática.

En todo el debate sobre contenidos constitucionales, se ha repetido desde el expresidente Lagos para abajo la necesidad de consagrar un Estado democrático y social de derechos, y eliminar hasta el último vestigio del Estado subsidiario. ¿Son en verdad incompatibles ambos conceptos?

—En Chile muchos le dicen “subsidiariedad” a la pretensión de que mercados poco o nada regulados se hagan cargo de la provisión de todos los bienes fundamentales. Esa idea, creo yo, está del todo derrotada, en hora buena. Pero el principio de subsidiariedad realmente se refiere a que la autoridad política se abstenga de meterse donde no la necesitan, e intervenga, de ser convocada, de un modo que habilite a las organizaciones intermedias para poder seguir cumpliendo sus propias funciones. Subsidium significa "ayuda" o "refuerzo", y de ahí viene el concepto. Este segundo y más preciso sentido de la subsidiariedad no lo veo derrotado. Al revés, cualquier pretensión de un orden más pluralista lo exige.

Una parte de la intelectualidad de izquierda parece desconcertada frente al escenario que hoy muestran las encuestas. Mientras algunos advierten del riesgo de una "guerra civil", otros reflotan conceptos como el del "facho pobre" o hablan de un Rechazo "aspiracional". ¿Cómo se explica esas reacciones?

—Eso muestra que su compromiso con el pueblo está condicionado a que el pueblo les agache el moño. Siempre hay que recordar que la tradición profunda de cierta izquierda tiene muchísimos elementos aristocráticos y mesiánicos, que brotan cuando se sienten muy seguros o muy arrinconados. Tienden al complejo de Moisés, pero sin Dios. Vuelven fácilmente a la idea de que ellos, y solo ellos, han sido elegidos para guiar a un pueblo alienado e ignorante, a través del desierto, hacia la tierra prometida. Y cada vez que un liderazgo suyo arrastra a su gente hasta las profundidades del desierto para terminar esclavizándolo y matándolo de hambre, como Chávez, Ortega o los Castro, nos dicen que mejor miremos para otro lado. Que ya están cansados de escuchar los mismos ejemplos. Que no porque no hayan llegado a la tierra prometida significa que no se pueda llegar. Y que, en fin, "¡seguimos!".