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Columna de opinión: El Presidente y el debate

La propaganda —sea del lado que sea, del Rechazo o el Apruebo— siempre lindará con el engaño, las promesas exageradas, el simplismo. Es lo que los antiguos llamaban dolo bueno: esa sagaz y astuta maniobra con que los comerciantes suelen ponderar sus productos.

29 de Julio de 2022 | 08:41 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Por estos días el Presidente ha hecho un amplio despliegue —que amenaza con extenderse— agitando en sus manos la propuesta constitucional, voceándola con un megáfono y manifestando, de múltiples formas, su conformidad con ella.

¿Transgrede su deber al hacerlo? Hay quienes piensan que el Presidente debería poco menos que enmudecer y, en vez de hacer giras, agitar un ejemplar de la Constitución y firmar autógrafos en sus páginas, preocuparse de hacer frente a algunos de los problemas que aquejan a la ciudadanía. Otros, en cambio, creen que es deber del Presidente dar a conocer el texto constitucional y mostrar su adhesión a lo que se ha propuesto a la ciudadanía.

Salta a la vista que la primera alternativa es absurda. Como es obvio, el Presidente es titular del derecho a la libertad de expresión, al igual que todos los ciudadanos, y sería ridículo que un ciudadano por alcanzar la jefatura del Estado y del Gobierno debiera de pronto reprimir sus puntos de vista comportándose silente y riguroso como una estatua. Y esa libertad de expresión alcanza no solo al contenido verbal de su discurso, sino también a sus acciones. De manera que agitar el texto, firmarlo, leerlo, etcétera, son formas legítimas de comunicación política que vienen —¡vaya novedad!— de un político.

Pero —como todo en la vida— es cuestión del tono y del modo.
Porque si el Presidente quiere promover directamente su opción, debe satisfacer algunas condiciones que las reglas demandan.

La primera es relativa a los costos en que incurre y la forma en que se financian. Una cosa es que el Presidente manifieste su opinión en las entrevistas que conceda o en las reuniones con la alianza de gobierno en las que participe, y otra cosa es que, a propósito del deber de atender los asuntos de gobierno y donde suele tener una audiencia cautiva, ejecute actuaciones deliberadas y sostenidas por recursos públicos para promover la opción que él prefiere.

El debate y la controversia política en cuestiones controversiales son inevitables; pero hay una diferencia cuando se trata del Presidente y de los ministros: en todos esos casos su actuación está directa o indirectamente financiada por todos los ciudadanos, tanto por quienes aplauden sus incursiones en el debate, como por aquellos que desearían se pusiera al margen. Cierto: no es posible separar nítidamente el quehacer presidencial de la manifestación de su preferencia política, salvo que se le recluya en silencio hasta después del plebiscito. Es verdad. Pero ello obliga al Presidente a no traspasar la línea que media entre la sobriedad de una opinión o de un argumento, por una parte, y la propaganda, por la otra. Es decir, lo obliga al esfuerzo de distinguir entre la comunicación de su preferencia de las acciones destinadas a persuadir en favor de ella.

Y es que los ciudadanos eligen y financian a un Presidente para que lleve adelante un programa (y en base a él conduzca el Estado y el gobierno); no lo eligen ni lo financian para que ejecute una conducta propagandística y de esa forma confiera ventajas a algunos de los partícipes del debate público, menos si el debate versa sobre una cuestión radical que exige condiciones de igualdad entre las diversas posiciones, única forma de asegurar la mejor información a los ciudadanos.

La segunda es relativa a la índole del debate. Si el Presidente quiere de veras participar del debate, debiera estar dispuesto a descender a la arena pública e intercambiar argumentos y puntos de vista con quienes discrepan, en vez de refugiarse tras el micrófono, el proscenio, la ceremonia o la agenda, todas las cosas que impiden a los opositores confrontar con él sus opiniones de manera directa. Por supuesto el Presidente no debiera consentir esto último —lesionaría el aura que no le pertenece a él, sino al cargo—, pero ello es una razón más para mantener una actitud más sobria y distante con las preferencias en juego, dejando que sean los actores sociales y políticos quienes disputen la adhesión ciudadana.

Pero hay todavía otra razón. La propaganda —sea del lado que sea, del Rechazo o el Apruebo— siempre lindará con el engaño, las promesas exageradas, el simplismo. Es lo que los antiguos llamaban dolo bueno (Digesto 4.3.1): esa sagaz y astuta maniobra con que los comerciantes suelen ponderar sus productos.

Esa es la naturaleza de la propaganda. Y un presidente dedicado a esas cosas, al simplismo y la exageración lindantes con el timo, nunca se ve bien.

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