"Nuestro utopismo es fundacional y nuestro fatalismo es violento", escribió hace 20 años Carlos Franz en "El gran bailongo", ensayo publicado en la revista del Centro de Estudios Públicos. Hoy reconoce que el título no fue de los mejores, pero reivindica el análisis que allí hacía de lo que parece una característica nacional: nuestra oscilación entre el entusiasmo extremo con proyectos que supuestamente serán la solución a todos nuestros problemas y un desencanto rabioso cuando esas soluciones no son completas o tardan en llegar.
Dos décadas después, el autor de "Santiago Cero", "El lugar donde estuvo el paraíso" o "Si te vieras con mis ojos" (premio Vargas Llosa 2016), advierte la vigencia de esas categorías.
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Usted votó Apruebo en el plebiscito de entrada y, aunque fue crítico de la violencia post 18 de octubre, mantenía una esperanza de que el proceso constitucional iba a lograr encauzar las cosas. ¿Cuándo empezaron sus dudas? ¿Hubo algún punto de inflexión?
—Hubo, más bien, un proceso de desencanto. La revuelta en 2019 fue traumática. Los manifestantes violentos y la inepcia represiva de la policía se sumaron. El incendio de las estaciones del metro fue brutal, ver quemados los ascensores para discapacitados me dolió... mi hija, que debe emplear una silla de ruedas, los usaba. Luego de esas brutalidades, el Acuerdo por la paz social y una nueva Constitución abrió una esperanza que una gran mayoría aprobó en el plebiscito de entrada.
"Sin embargo, después la insistencia en partir de una ‘hoja en blanco’, que no estaba en el acuerdo, le dio un tono refundacional al lenguaje del proceso que me sonó soberbio. Ese tono subió con las posteriores desmesuras de los extremistas en la Convención".
"Como escritor me fijo en las palabras, pero también en las escenas. Inaugurar la Convención sin invitar a otras autoridades democráticas creó un escenario mezquino. Esto alentó a los exaltados que interrumpieron la ceremonia y callaron a los niños que tocaban el himno nacional. El resto de los convencionales aceptó esa prepotencia extremista con timidez. Esto fue un mal augurio de lo que vendría".
—Ha escrito varias veces cuestionando las políticas identitarias. ¿Tiene alguna hipótesis de por qué ellas terminaron ejerciendo un peso tan grande en el trabajo de la Convención?
—Celebro que esta propuesta constitucional reconozca y cuide las identidades diversas. El problema es el identitarismo radical, que subraya y ahonda las diferencias en desmedro de lo que nos une. El proyecto reconoce y promueve numerosas identidades, especialmente las indígenas. Pero este último reconocimiento no convive con alguna referencia a nuestra evidente y mayoritaria identidad mestiza, cultural y genética, que la propuesta jamás menciona. Este es un ejemplo de cómo el texto subraya nuestras diferencias a costa de nuestras semejanzas.
"¿Por qué ocurrió esto? Las políticas identitarias, que pueden considerarse avances civilizatorios, a menudo son utilizadas y manipuladas por sectores radicales, con viejas agendas ideológicas. Como siempre, estos buscan el poder a través de la agudización de las contradicciones sociales. Algo de eso hubo en la Convención, creo yo".
—Se insiste hoy, por los partidarios del Apruebo, en que debe diferenciarse la obra de sus autores. Como escritor, ¿no le parece un argumento poderoso? ¿No están muy determinados los juicios críticos sobre la Constitución por lo que fueron las conductas de los convencionales?
—En ese punto estoy de acuerdo con los partidarios del Apruebo. No debe confundirse el autor con la obra. En el caso de la Convención, las bufonadas y engaños de algunos constituyentes no invalidan el texto propuesto. Este debe apreciarse por sus propios méritos y defectos. La propuesta tiene muchos méritos, como consagrar un Estado social de derecho o la paridad de género. Pero sus defectos son superiores a sus virtudes. El peor de ellos es la propuesta de sistema político que, parafraseando a Nicanor Parra, parece "un embutido de ángel y bestia".
Un presidencialismo atenuado por un parlamentarismo imperfecto, y trabado por poderes locales y regionales, podría paralizarnos por mucho tiempo. Nuestro estancamiento actual podría volverse crónico, convirtiéndonos en otro caso de "desarrollo frustrado".
—En una declaración que usted y otras personalidades suscribieron hace unos días, llegan a hablar de que el texto constitucional propuesto pone en riesgo la estabilidad democrática. Son palabras fuertes. ¿Quieren decir literalmente eso o es una figura literaria?
—La declaración que firmé señala un riesgo futuro: dice que los problemas del proyecto constitucional "nos exponen a que el día de mañana un populismo de izquierda o de derecha" altere la estabilidad de nuestro sistema democrático. En efecto, ese sistema de gobierno confuso: bicameralismo asimétrico con presidencialismo atenuado (parece un trabalenguas), unido al autonomismo excesivo, la plurinacionalidad y otros defectos, podría dificultar —aún más— la gobernabilidad de Chile. Una prolongada ineficiencia gubernativa acaba desprestigiando a la democracia. Y más temprano que tarde aparecen populismos que ofrecen solucionar los atascos democráticos tomando atajos autoritarios.
"La plurinacionalidad crea otro riesgo grave. Podría estimular el desarrollo de nacionalismos regionales o periféricos. A su turno, estos producen un recrudecimiento del nacionalismo central. Esto se ha observado en países como España. Allá, el autonomismo derivó en el soberanismo. Por ejemplo, el nacionalismo etnolingüístico catalán y vasco ha dividido profundamente al país. A su vez, eso produjo la reacción de un nacionalismo españolista retrógrado".
—¿Por qué no lo convencen las enmiendas que los partidos del Apruebo comprometieron la semana pasada?
—Tenemos que aplaudir ese acuerdo que significa un acercamiento de posiciones. Hace pocos meses algunos llamaron "reaccionarios" a quienes advertíamos sobre estos problemas. Hoy son los propios partidos del Apruebo los que reconocen y prometen enmendar, parcialmente, esas fallas. No dudo de la buena fe de la mayoría de los firmantes. Pero temo que, si gana el Apruebo, la fuerza política de esa victoria hará muy difícil corregir los defectos mayores del texto. La propia alianza de gobierno se rompería si algunos quisieran ir más allá de correcciones menores.
"En cambio, un triunfo del Rechazo dejaría un escenario más abierto y flexible. La actual propuesta podría servir de borrador para una nueva redacción, evitándonos así volver a la odiosa ‘hoja en blanco’. Con lo ya avanzado, una segunda Convención, en un plazo breve, podría entregar un proyecto mejor".
—En su doble condición de escritor y abogado, ¿qué opinión tiene del lenguaje en que está escrita la propuesta de la Convención?
—El estilo del texto es árido y repetitivo. Sin sacrificar la precisión jurídica, la prosa podría haber sido más armoniosa y amable con los lectores. Al fin y al cabo, esta es una "carta" magna que los constituyentes dirigen a todos los ciudadanos. También sobró fundamentalismo en el uso de algunas palabras y faltó creatividad y coherencia al emplear otras. Por ejemplo, el texto usa mucho la palabra nación, referida a los pueblos indígenas. En cambio, ese término se asocia muy poco a Chile. Esto crea un innecesario agravio comparativo.
"Pero el principal defecto de redacción de esta propuesta es su largo excesivo. El texto emplea unas 54.000 palabras. Por ejemplo, esa extensión triplica la cantidad de vocablos que emplea la Constitución española y cuadruplica el número de palabras que componen la Constitución italiana. Nuestros constituyentes exageraron su derecho a redactar y eludieron su deber de abreviar. Este exceso es inconveniente por, al menos, dos razones. La multiplicación de los vocablos multiplica también las interpretaciones, con sus potenciales conflictos. Y, sobre todo, ese exceso de palabras se transforma en una barrera, una verdadera censura por profusión, que aleja el texto del grueso de los ciudadanos".
"El ideal sería una Constitución mucho más breve y más ‘centrada’ (uso esta palabra también en su sentido político) en nuestros acuerdos básicos. Si gana el Rechazo, ojalá que los redactores de una nueva propuesta renuncien a los excesos normativos y se esmeren en escribir bien los principios y reglas fundamentales. Los pueblos que confían en sí mismos, y en la democracia, se dan constituciones más escuetas, concentradas en lo esencial. La normativa restante se deja a las leyes, que pueden modificarse y reemplazarse sin tanto trauma".
—Hace más de 15 años, a propósito de las reformas del Presidente Lagos, usted destacaba los logros de nuestra transición política, como un período en que los distintos sectores, con excepción de los extremos, estaban realizando una autocrítica respecto de sus respectivas conductas y responsabilidades en el quiebre de la democracia y la dictadura. Hoy, sin embargo, la lectura imperante de esa transición es profundamente negativa, un período de transacciones espurias y de abuso. ¿Por qué ha ocurrido eso? ¿Por qué los flagelantes parecen haber ganado la batalla?
—Discrepo de una de las premisas de esta pregunta. No creo que "la lectura imperante" de estos treinta años de democracia sea negativa para todos. Cierta élite de izquierda dura predica esa leyenda negra como una verdad indiscutible. Pero la gente común sabe que Chile mejoró muchísimo tanto en libertad y en democracia, como en calidad de vida. El propio Presidente Boric, luego de ser un crítico enconado de esa época, tuvo que admitir sus logros para ganar en la segunda vuelta presidencial.
"Su pregunta me ha recordado un ensayo que publiqué hace 20 años. En él reflexionaba sobre la manía ‘autoflagelante’ que despreciaba la palabra ‘consenso’ y abusaba del término ‘traición’ (excesos verbales que después practicarían algunos líderes de movimientos estudiantiles). Entonces escribí que esa manía es fruto de un ánimo chileno impaciente, que oscila entre el utopismo fundacional y el fatalismo violento: ‘Cuando la utopía se demora en llegar, lueguito pasamos a un fatalismo violento’. Esa impaciencia nos condena a un atraso crónico. Como antídoto contra ese ánimo pendular propuse un talante ecuánime, una ‘moderación irónica’. Ahora aquel ensayo me parece sorprendentemente anticipatorio, excepto por ese antídoto: en Chile, la moderación irónica sigue brillando por su ausencia".
—Sus firmas en la declaración por el Rechazo le han valido a usted y otros funas en redes sociales. ¿Es en Chile más fácil, menos costoso para un escritor estar por el Apruebo?
—En Chile, la mayoría de los intelectuales, artistas y escritores son de izquierda y, entre ellos, muchos creen que por eso "deben" votar por el Apruebo. Sin embargo, también hay una minoría de centroizquierda, liberal, como yo mismo, o socialdemócrata, que votará Rechazo. Varios no se atreven a decirlo porque la presión social, la vigilancia del grupo de pares, es muy fuerte y hasta podría castigarlos.
"En cuanto a las funas, no hago caso de ellas, son gajes del oficio. Pensar por cuenta propia siempre es costoso. El librepensador paga un precio de soledad. Pero el propio oficio de escritor es solitario y enseña a sacar la voz propia".