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Iván Jaksic, Premio Nacional de Historia 2020: "El país está harto de tanta crispación"

"Después de tantas rabietas, funas y desmadres en la Convención, la ciudadanía está más dispuesta a favorecer una mejor convivencia democrática", es la apuesta del académico.

02 de Septiembre de 2022 | 07:46 | Por Álvaro Valenzuela Mangini, Crónica Constitucional
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El Mercurio
No por nada Iván Jaksic —Premio Nacional de Historia 2020— tituló como “La pasión por el orden” su celebrada biografía de Andrés Bello: un estudio que permite comprender el aporte del intelectual venezolano en aquel período clave en que, luego de la independencia, los países latinoamericanos intentaban encontrar modelos políticos viables para librar de la inestabilidad.

Convencido de que los procesos históricos son únicos, Jaksic —director del programa de la Universidad de Stanford en Chile y de la Cátedra Andrés Bello de la Universidad Adolfo Ibáñez— rechaza las comparaciones simplistas, pero se abre a analizar con mirada académica la decisiva etapa que ahora está viviendo Chile. Un momento en que conceptos que fueron fundamentales en la obra de Bello muestran su apremiante vigencia.

Uno de los temas subyacentes en nuestro debate constitucional es la dificultad para construir un orden, entendido este como un sistema donde las piezas “calzan” y que es capaz de entregar certezas a la ciudadanía. ¿Cómo lo observa usted?

—El concepto de orden no es estático. Puede durar, pero si se torna muy rígido, se quiebra, como ha ocurrido múltiples veces en el planeta. En nuestro propio país, el llamado “orden portaliano” no cayó de bruces, como el muro de Berlín, pero fue erosionándose paulatinamente mediante reformas. Así es como han surgido nociones de orden acordes con tiempos cambiantes. En el siglo XX la noción de orden no podía sino incorporar derechos sociales o buscar transformaciones profundas, pero la reacción de 1973 impuso un orden autoritario. Hoy en día el “orden” no puede sino reconocer que somos una sociedad mucho más diversa y que, por ende, además de los derechos sociales, debe reconocer también múltiples identidades. Con esto quiero decir que me parece apropiada la idea de “sistema donde las piezas calzan” que acaba de mencionar, aunque considerando que cada cierto tiempo es necesario hacer ajustes, como ocurrió con los cambios a las constituciones de 1833 y 1925. Las certezas son necesarias, pero también un grado de tolerancia hacia los cambios o los desacuerdos en el seno de la sociedad o del sistema político.

A la luz de esos conceptos, ¿cuál es su análisis del proceso iniciado en 2019? ¿Qué fue lo que entró en crisis y en qué medida hemos avanzado hacia la configuración de un nuevo orden?

—Quiero pensar en la parte pacífica y ciudadana de las manifestaciones de 2019, no en el desborde anarquista de grupos que hicieron pedazos nuestros centros urbanos. En el primer sentido, se perfila una noción de orden que exige una mayor calidad de vida y una mejor convivencia democrática. En el segundo, creo que es un error pensar que hay una relación de causalidad entre incendiar una iglesia y forzar una nueva Constitución. El llamado a cambiar la Constitución ha estado muy presente dado el debilitamiento de los partidos políticos y las instituciones del Estado. Tal llamado no apareció de la noche a la mañana y cuajó en noviembre del 2019. Esta fue una importante decisión, políticamente transversal y muy de acuerdo con nuestra tradición política.

¿Y cómo evalúa a la Convención? ¿Una experiencia frustrada o un paso necesario?

—Ciertas conductas, como la cancelación o las consignas maximalistas marcaron la percepción ciudadana de lo que fue esta Convención. Ha sido muy difícil remontar la pérdida de credibilidad incluso entre aquellos que marcaron Apruebo en el plebiscito de entrada. Por otra parte, en la Convención se trataron temas que era necesario plantear, y que van por la línea del reconocimiento de nuevas inquietudes y necesidades. Los partidos políticos y el Congreso estaban particularmente desprestigiados. Pero esta experiencia, si se encauza bien, puede terminar favoreciendo a las instituciones y valorando el papel de los partidos para organizar y canalizar las demandas ciudadanas. Creo que después de tantas rabietas, funas y desmadres en la Convención, la ciudadanía está más dispuesta a favorecer una mejor convivencia democrática.

¿Qué rescata y qué le inquieta de la propuesta?

—Rescato el reconocimiento de las nuevas realidades: el papel de la mujer en la sociedad y en la política, el respeto por los pueblos originarios, la búsqueda de una mejor calidad de vida. Pero me preocupa la dispersión del poder y su impacto en la gobernabilidad. Es demasiada experimentación para una cultura política que ha sido esencialmente reformista.

¿Es posible encontrar paralelos históricos de lo que hemos vivido en estos años?

—Momentos de crisis hemos tenido varios, lo que no significa que todas las crisis sean iguales o tengan el mismo origen. Concepciones de la historia, además, hay varias. De hecho, por bastante tiempo se cultivó la disciplina como un depósito del cual extraer lecciones para el presente y el futuro. Hoy las miradas históricas son diferentes y, por lo menos para mí, cada período es único, porque las variables que inciden en el desarrollo histórico cambian constantemente. Con todo, creo que los momentos y los debates constitucionales han sido muy importantes en la historia de nuestro país. Y también a nivel internacional, como lo muestra el libro reciente de Linda Colley (The Gun, the Ship, and the Pen: Warfare, Constitutions and the Making of the Modern World). En nuestro medio, el momento constitucional ha generado también muy buenos estudios. En cuanto a los debates constitucionales originales, creo que ellos han sido fundamentales para la historia política de Chile. De hecho, tienen una calidad intelectual muy impresionante, sobre todo en el siglo XIX, cuando se trataba de modificar la Constitución de 1833. El manifiesto de José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz Zañartu, “Bases de la reforma”, es verdaderamente notable por su contenido y argumentación. Con todo, Manuel Montt se mantuvo firme en sostener la Constitución. Pero, claro, el precio que tuvo que pagar fue de dos guerras civiles y al final de cuentas no pudo resistir el cambio. Lo importante es que en la historia de nuestro país, desde que somos república, los grandes logros fueron las reformas consensuadas (como el término de las presidencias “decenales” en 1871) que limitaron el poder del Ejecutivo.

En esa resistencia de Montt defendiendo la Constitución del 33, alguien podría querer establecer un contraste con la situación de Chile en octubre de 2019, cuando se opta por cambiar la Constitución como camino de salida a la crisis. ¿Son comparables ambos momentos?

—No son comparables. Montt enfrentó un rechazo por parte de sectores liberales radicalizados y también clericales, que en su oposición al Presidente pasaron a formar la denominada “fusión liberal-conservadora”. Montt enfrentó también los levantamientos de las provincias, tanto en el norte como en el sur. Y ni hablar del conflicto con la Iglesia. Sociológica y demográficamente hablando era un país muy diferente al de hoy. Tenía un sello bastante más político de lo que vivimos en 2019, salvo por la multitudinaria manifestación del 25 de octubre. Lamentablemente, surgió otro aspecto: la irrupción de sectores que ventilan sus rabias o frustraciones echando abajo monumentos, incendiando el transporte público y saqueando supermercados y farmacias. ¿Quiénes son? Gente genuinamente molesta y sin otros canales para manifestarse, en el mejor de los casos. Pero también el surgimiento de otra realidad, una tendencia anarquista muy presente en la juventud, la participación de barras bravas, o de grupos vinculados con el narco y el crimen organizado que prosperaron con el deterioro del orden público. Eso que nos tuvo en ascuas no es política, más bien su negación. La respuesta, en cambio, el llamado al cambio constitucional, sí fue política. El acuerdo del 15 de noviembre, y luego la pandemia, pusieron paños fríos a una violencia que nos estaba llevando a una situación crítica. A esa altura el proceso constitucional estaba en marcha. Insisto en que no hay una relación de causalidad entre la violencia y un proceso político que hace tiempo señalaba la necesidad de un cambio.

Tal como en nuestra historia han sido importantes los “momentos constitucionales”, ¿los afanes de refundación han marcado también una constante que cíclicamente reaparece?

—No realmente. El énfasis ha sido más bien en reformas, salvo por un par de excepciones. En la década de 1820 tuvimos una fiebre constitucional que fue de un extremo a otro y que desembocó en una guerra civil. Esto era parte de sustituir a la monarquía por la república, cambio no menor, y qué tipo de república debía ser, si centralista o federalista. De allí hay un salto muy grande, hasta la de 1980, que intentó redefinir nuestros parámetros políticos. Esa es la mochila de plomo que hemos tenido que acarrear y que nos ha generado tantos conflictos. El propósito refundacional de la dictadura califica como una excepción más que como una regla. Con el retorno a la democracia se retomó el arduo pero tradicional camino de las reformas. Ojalá lo continuemos en este nuevo contexto.

¿Cómo observa el papel del centro político en toda esta crisis?

—Soy un convencido de que nuestra sociedad tiende consistentemente hacia el centro, por mucho que tengamos ciclos que van para uno u otro lado del espectro político. Si me permite una metáfora del mundo de la construcción, no es buena idea instalar una viga que quede medio inclinada, porque cualquier sacudón va a derribar la casa o el edificio. El centro político es como el nivel de burbuja que se usa en carpintería y que sirve para asegurar la estabilidad. Durante los denostados 30 años, y en épocas anteriores, ese fue siempre el norte: llegar a un punto de equilibrio mediante acuerdos. Creo que eso se ha logrado en el pasado y tenemos la capacidad de hacerlo de nuevo.

¿Se está reconfigurando ese centro?

—La experiencia reciente creo que ha motivado a las fuerzas de centro a buscar nuevos equilibrios: reafirmar el valor de la democracia, evitar la política de luchas identitarias, y reconocer la urgencia de ciertos cambios para lidiar con los temas que afectan nuestra vida cotidiana: la inseguridad, la situación medioambiental y tantos otros. Creo que hacia allá vamos. Es inquietante, sin embargo, el que se haya instalado un clima de conflicto generacional. Históricamente, los jóvenes han tenido una participación política importante, haciéndose cargo de un sentir nacional. Hoy, los que nacieron en las postrimerías de la dictadura, o poco después, en el mejor de los casos son indiferentes a la experiencia de sus padres y abuelos o, en el peor, desprecian o son hostiles al legado que recibieron. Ahí hay un tema que debe ser abordado desde múltiples ángulos. Un pueblo que se desliga de su pasado mal puede buscar nuevos caminos.

Se ha señalado transversalmente que el proceso constitucional seguirá post 4 de septiembre. ¿De qué forma debiera abordarse esa continuidad?

—Lo más importante es abordar lo que sea que venga con serenidad. Pase lo que pase va a haber cambios, si bien con mayor o menor profundidad. En ese sentido debemos estar tranquilos y aceptar los resultados. Claro que existe el riesgo de que estos resultados generen nuevas tensiones, pero me da la impresión de que el país está harto de tanta crispación. Creo que tenemos una gran oportunidad de generar consensos en torno a qué cambiar, qué mantener, cómo recuperar nuestros espacios públicos, cómo reafirmar lo que nos une como país. Ya tuvimos el despegue, ahora nos toca el aterrizaje.

En su libro sobre Bello, usted hace notar que él no podría ser fácilmente encasillable ni como conservador ni como liberal. También destaca su evolución política y su realismo para entender que la república era el camino viable para establecer un orden. ¿Qué nos puede decir su figura frente al momento que hoy vive Chile?

—La clave para entender a Bello es su apertura al cambio sin por ello desconocer la historia. Lo dejó muy claro en el debate con José Victorino Lastarria y Jacinto Chacón sobre el papel del pasado en la construcción de la república, y además lo observamos en su capacidad de diálogo con quienes no compartía ideas. También, el poner la Constitución en el papel que le corresponde, mucho más modesto que el de refundar un país. Creo que es el momento de recuperar ese pensamiento, esa disposición y ese diálogo.

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