Uno de los debates más frecuentes en la política —no solo en la política del día a día, también en filosofía política— lo constituye la relación entre lo público y lo privado. Para orientarse en ese debate, uno de los más relevantes en el diseño de la vida común, quizá sea útil recordar el sentido que esos conceptos poseen.
¿A qué se llama público y a qué se llama privado?
Si bien este asunto debe haberse discutido en todos sus detalles en la Comisión de Expertos —¿alguien podría dudarlo?— no está de más volver sobre él.
Desde el
punto de vista económico lo público equivale a un bien que alcanza a todos, incluso a quienes no pagaron por él. De ahí que bienes públicos sean aquellos que producen beneficios indiscriminados tanto a quienes pagan por producirlos, como a quienes no lo hacen. En otras palabras lo público, desde este punto de vista,
es aquello que produce beneficios que no admiten rivalidad a la hora de aprovecharse de ellos. El problema es que como las personas no tienen razones para financiarlos (puesto que paguen o no igual les alcanzará el beneficio) ello debe hacerse mediante la extracción coercitiva de rentas (lo que se llama impuestos).
¿Significa ello que esos bienes deben inevitablemente producirse por el Estado?
Evidentemente no. Es perfectamente posible que los privados produzcan bienes públicos y que esa producción se financie con cargo a rentas generales.
Este punto es el que subyace en el debate constitucional cuando se examina cómo se satisfarán los derechos sociales.
¿Han de hacerlo proveedores estatales de manera que el Estado produzca esos bienes y a la vez los financie con impuestos? ¿Pueden proveerlos los privados y financiarlos el Estado? ¿Pueden proveerlo los privados y a la vez financiarlos siquiera parcialmente?
Desde otro punto de vista que ya no es económico si no ahora, por llamarlo así, filosófico, lo público equivale a actuar o razonar en el interés de todos. Lo privado en cambio en interés de alguien o de algunos en particular. Es lo que explicó Kant cuando distinguió entre el uso público y el privado de la razón. El primero, dijo, equivale a usar la razón ante el gran público de lectores; el segundo, el uso privado, se verifica cuando se usa la razón en calidad de funcionario, a partir de una particularidad, de manera partisana. Este criterio está en Kant y lo repiten Arendt o Habermas.
Formulemos ahora la pregunta: ¿Tiene el Estado a este respecto alguna ventaja sobre los privados? Parece que no. Es perfectamente posible, y más aún es habitual, que los miembros del Estado razonen como funcionarios en el sentido kantiano (orientados por una ideología, o un interés específico) más que considerando todos los intereses en juego (es cosa de mirar lo que ha pasado en educación donde se ha favorecido a los estudiantes universitarios sin considerar a los preescolares). Es verdad que el deber del funcionario estatal (como distinto del gubernamental) es razonar o actuar en el mejor interés de todos, pero eso requiere crear un ámbito de servicio civil independiente del gobierno y no tolerar que el Estado sea un botín. Y es de esperar que este punto se esté considerando.
Una tercera posibilidad de distinguir entre lo público y lo privado es aquella que se sigue de un principio de transparencia. Se dice entonces que lo público es aquello que está a la vista de todo y lo privado en cambio aquello que tiene razones para ser opaco. Pero este criterio tampoco parece ser decisivo. Una sociedad anónima abierta puede ser muy transparente y un ente público participar del arcani imperii.
En suma, actuar en el interés de todos no proviene, o no deriva, de las características de quien ejecuta la conducta (si el Estado o un privado), sino más bien de las reglas a las que debe someterse cuando actúa.
En la vida del mercado, por ejemplo, un contrato bien redactado casi siempre asegura un buen resultado. Un buen contrato de concesión —mediante el cual los privados producen bienes que antes producía el Estado—, también. Una regla que privilegie al Estado puede producir malos resultados si, por ejemplo, como ocurre con los entes públicos como las municipalidades, se carece de escrutinio por parte de los controladores. Por eso en vez de que las reglas diriman ex ante si el Estado o el privado debe tener primacía en la vida económica, quizá se trate de analizar con cuidado y con esmero a qué reglas deberán uno y otro someterse.