“Profetas desarmados”. El concepto es de Maquiavelo, y José Joaquín Brunner lo usa para sintetizar su visión de lo que ocurría con la izquierda a inicios de la década de 1970: intelectuales y élites políticas levantando la voz y haciendo amenazas, sin capacidad alguna para llevar eso a la realidad. El término, aplicable al país en su conjunto —dice—, calza también para abordar lo que, según su mirada, pasaba en el debate educacional, un área de la que ha sido protagonista por más de 50 años. Desde su labor como director de Estudios de la UC junto a Fernando Castillo Velasco, el rector de la Reforma, y su trabajo en centros académicos como la Flacso, luego de haber sido exonerado tras el golpe militar, hasta su participación clave en el diseño de buena parte de las políticas que impulsaron los gobiernos de la Concertación.
Para entender el escenario que se vivía, Brunner recuerda un dato esencial: la bajísima cobertura que entonces ofrecía el sistema educacional. Tan baja que, aunque en 1920 se había dictado la Ley de Instrucción Primaria Obligatoria, la universalización de ese nivel aún permanecía como promesa incumplida. Hacerla efectiva fue el objetivo de la reforma que impulsó la administración Frei en los 60. Entonces, el gobierno de la Unidad Popular “llega con la idea de prolongar eso pero ahora darle más contenido. Y el nuevo paradigma, si uno lo mira desapasionadamente, venía influido básicamente por ideas de la Unesco de una educación permanente y lo más parecida posible para todos los niños y jóvenes. Por eso, la idea de ‘escuela unificada’, un modelo donde todo iba a estar bien articulado desde el kínder hasta el fin de la secundaria y donde se pretendía una cierta educación general que incluía lo científico humanista y lo politécnico”.
El punto es que “eso se recubrió con un lenguaje revolucionario. Es decir, fue tomar ideas que estaban emergiendo en el mundo, pero traducirlas directamente y decir: esto va a ser parte de la revolución socialista en este país. O ‘vamos a crear un hombre nuevo a través de la educación’, que fue la frase clave. De modo tal que lo que pudo haber sido una reforma bastante institucional, en virtud de los errores del gobierno y de la reacción y el aprovechamiento de los sectores anti Unidad Popular, se transformó en un elemento central de la guerra cultural que fue envolviendo a la UP”.
—¿Pero fue solo un problema de retórica o había elementos que efectivamente eran complejos?
—Yo creo que no alcanzaron a discutirse elementos complejos. En esos meses, el fondo fue completamente tapado por la forma, la retórica, que es una gran lección que esta sociedad debió haber aprendido entonces. Yo creo que ese fue el gran problema. Y no solamente en educación sino en un nivel mucho más amplio: profetas desarmados haciendo amenazas y anticipos de lo que iba a ocurrir en la sociedad sin tener el menor grado de realismo respecto de qué podíamos realmente hacer.
—Leyendo el documento de la ENU, la articulación con el trabajo que allí se plantea puede incluso interpretarse como que van a llevar a los estudiantes a algo así como la zafra...
—Claro, pero si tú le hubieras preguntado entonces a la poca gente que participó en la redacción, ese tipo de tema, de la articulación con el trabajo, ni siquiera lo habían pensado bien. Teníamos ya entonces alguna educación media técnico-profesional donde la articulación no era algo que iba acompañado de una intencionalidad ideológica de poner a los jóvenes en un gran proceso de socialización revolucionaria estilo cubano. Tú necesitas el control real de un país desde el Estado, completo, para poder hacer ese tipo de de aventuras.
—¿Qué tan determinante fue la ENU para la caída de la UP?
—Es difícil decirlo, sobre todo cuando uno ve ahora el conjunto tan vasto de fuerzas nacionales e internacionales que empujaron hacia el Golpe. Pero yo no tengo duda de que este es un elemento importante en la percepción de que el país estaba dando una batalla cultural donde se iban a decidir cosas muy fundamentales. Eso, en circunstancias de que en la realidad no había ninguna condición para que uno pudiera imaginar que esto fuera a terminar con un triunfo del gobierno donde, a través de la ENU, iba a generar una especie de socialización soviética, a nadie siquiera se le ocurría. Lo que sí podía provocar es lo que plantean algunos teóricos de las revoluciones: una “revolución preventiva”. Y en realidad lo que pasó en Chile con el Golpe fue una revolución preventiva. No estaba respondiendo a una revolución real, estaba respondiendo preventivamente a que todas estas amenazas, una parte fundamental de las cuales eran mera retórica de profeta desarmado, pudieran realmente concretarse.
—¿Qué pasaba en el mundo universitario? ¿Era el tiempo de la llamada “universidad militante”?
—Era la plena expresión de este término tan certero de José Medina Echavarría, el sociólogo que hablaba de una universidad envuelta en los ruidos de la calle. Y eso fue.
“Vuelvo a la metáfora de los profetas, pero ahora de Weber. Él decía que lo que la universidad no puede hacer es tener profetas de cátedra: si alguien transforma la cátedra, y por lo tanto la enseñanza y la docencia, en una profecía de lo que la política debiera ser y cómo se debieran transformar las sociedades, eso es el fin de la universidad. Y acá efectivamente la universidad fue puesta en tensión hasta el límite. Por cierto, lo que viene después es mucho peor. Porque en esta universidad comprometida había ideas, habían pasiones, entusiasmo de querer hacer o de oponerse a hacer un país determinado. Eso no hay que olvidarlo, porque si no todo esto aparece como una pura confrontación o locura, cuando en realidad había poderosas ideas y valores en juego”.
—¿Cómo caracteriza a la universidad después del Golpe? ¿Hay fases?
—Hay una fase inmediatamente después del Golpe, donde el grado de control militar fue feroz. Una intervención masiva donde en realidad dejó por un instante de ser una institución que uno pueda llamar universidad. Pasaron a ser simplemente un campo de intervención del poder militar. Entonces, fue sobreinterpretado el fenómeno de la politización previa para justificar el horror de los primeros tiempos del golpe, donde hay gente que desaparece, que muere, que es torturada. Luego, esa referencia a la politización se usa para justificar una especie de control panóptico total durante el resto del período. Incluso aquellos como (el filósofo) Jorge Millas, que habían sido críticos de la universidad comprometida, se fueron porque en una universidad vigilada ya no se puede sostener ni siquiera ese pensamiento crítico.
—¿Qué pasa en el ámbito escolar?
—Los primeros tiempos son exactamente iguales. Hay un famoso instructivo de los institutos militares de todo lo que está prohibido y es una larga lista de prohibiciones de cualquier cosa, no solo en el terreno de las ideas, sino de los comportamientos, de las relaciones. O sea, los colegios fueron sometidos, y tampoco eso ha sido bien analizado lo que significó: se creó un ambiente donde lo que se terminó fue la confianza.
—Con todo, el régimen militar puede exhibir logros como el aumento de la cobertura escolar.
—De cobertura escolar, algo. En educación superior, nada, porque se empeñó más bien en controlar. La propia educación superior privada antes de los 90 crece muy poquitito.
“Yo creo que la dictadura lo único que puede reclamar para sí son ciertos cambios institucionales. En el caso de las universidades, la apertura de mercados, aunque a mi juicio eran completamente mal diseñados. Que tú pudieras crear una institución con solo tres carreras, de las cuales en realidad bastaba al principio con una, era bastante loco. En cualquier caso, hubo una reforma importante. En el nivel escolar, la única reforma institucional de relativa importancia fue lo que Gonzalo Vial llamó la “alcaldización”, porque las municipalidades eran una estructura que había perdido su principal carácter, que es ser gobierno local autónomo. Ese cambio terminó siendo importante porque luego del 90, recuperado el autogobierno de los municipios, se siguió con la municipalización.
—Pero el régimen militar podría decir que los cambios institucionales que hizo tuvieron proyección y marcaron el desarrollo posterior del sistema.
—Pero eso ya no lo puede reclamar la dictadura. Lo que empieza a partir del 90 es una historia completamente distinta. Que no rompe con algunas cosas estructurales... Porque algunos imaginaron el 90 que uno podría decir ‘volvamos con las universidades al régimen previo al 73, y terminemos con las universidades privadas’. A mí me pareció siempre que eso era una locura.
—¿Cómo fue ese debate? ¿Difícil?
—Un debate difícil, pero el acuerdo que había en la Concertación era muy claro de decir aquí hay que corregir muchas cosas. Hay que restablecer las libertades y los derechos fundamentales, pero no va a haber vuelta atrás. Porque iba a haber una transición pacífica y para hacer una transición pacífica no podía haber un retorno romántico al tiempo previo. Eso era parte del aprendizaje que habíamos hecho: particularmente en materia de educación, no se juega a amenazar.
—Usted presidió la Comisión Brunner. Llama la atención la transversalidad. Y también lo que plantea: no un cambio revolucionario, sino más bien fijar una prioridad, aumentando los recursos.
—Una propuesta bastante audaz en términos de financiamiento, porque aspirábamos a un financiamiento mucho más rápido, mayor, para el sistema escolar. Interesante también en términos de modernización del sistema, que iba por el lado de declarar una mucho mayor autonomía de cada proyecto y establecimiento, y por lo tanto poner un gran énfasis en la gestión de las escuelas. No dijimos cómo tenía que terminar siendo la composición de la matrícula, pero sí que había que tratar de igualar al máximo posible el trato entre los proveedores. Y efectivamente sirvió de marco de orientación casi por toda la década de los 90.
—Entonces crecen sustantivamente la cobertura y el rendimiento en las pruebas internacionales de los estudiantes chilenos. Sin embargo, en ese momento que parece tan bueno, estalla el pingüinazo que marca un punto de quiebre. ¿Cómo se explica esa contradicción?
—Nunca nadie ha querido tomar en serio el hecho de que durante esos 10 primeros años, la OCDE, a partir de los resultados de la prueba PISA, ha mostrado cómo Chile fue uno de los países que tuvo los cambios más interesantes en términos de mejoramiento promedio de los resultados de aprendizaje de sus jóvenes. Luego, sin embargo, entramos, y seguimos hasta hoy, en una planicie. ¿Qué pasó? Lo que hicimos durante los primeros años probablemente no era lo que debíamos seguir haciendo en las siguientes etapas, porque los problemas se vuelven más sofisticados. Pero en los años siguientes nos dedicamos mucho más a la famosa cuestión institucional, a la estructura del sistema. En cambio, abandonamos un poco la preocupación inicial de cómo se mejora la pedagogía dentro de la sala de clases y la gestión de la docencia. Nunca volvimos a poner la energía completa dentro de la escuela.
—En educación superior, un gran cambio de estos años fue el CAE. Para usted, ¿sigue siendo defendible?
—No sé si con ese término, pero que tiene que haber un crédito con aval del Estado, no tengo duda. Hoy somos el país que más gasta en educación superior dentro de la OCDE en relación al producto. Es imposible imaginar que vamos a poder seguir aumentando ese esfuerzo, cuando hace mucho existe claridad de que es clave impulsar políticas de equidad en la educación temprana, el kínder y la básica. Si hay un defecto evidente que ha tenido toda la política educacional, de la dictadura, de la Concertación y la de ahora —aunque me carga ponerlas en un mismo plano—, es que ningún gobierno ha tenido la capacidad real de hincarle el diente a la dificilísima tarea que es armar un sistema de educación temprana que realmente sea de la magnitud que es la desigualdad entre los hogares y el capital económico, social y cultural de las familias.
—¿Cuánto incide en las actuales expresiones de insatisfacción con nuestra educación el que ella parece aportar cada vez “menos”? Antes, quien salía de la universidad tenía una pega y una posición social aseguradas. Hoy no.
—Eso es el ciclo conocido que hace la educación cuando pasa del acceso de una élite al acceso masivo y luego universal. En Chile la educación superior se universaliza en menos de 20 años. Y entonces la única pregunta es: la estructura económica y la estructura de oportunidades laborales del país, ¿acompañan a este proceso? Acá, cuando la educación se puso a correr, la economía estaba corriendo... a finales de los 90 estábamos creciendo al 6 o 7%. Pero desde hace un rato la educación ha seguido corriendo a full, mientras que la economía ya no está creciendo como antes. Y si no crece, la brecha entre la oferta de capacidades y las oportunidades de empleo va a ser cada vez mayor. Y entonces tú tienes potencialmente lo que ya nos pasó el 18 de octubre: yo creo que una parte de quienes estaban en las protestas, no en la violencia, eran personas con educación superior que estaban tratando de entrar a los mercados laborales. Tenían grandes expectativas, pero chocaron con una estructura económica que ya no era tan dinámica, que ya no tenía tanta demanda. De ahí viene la idea de ‘me engañaron, me prometieron algo que no cumplieron’. Gran parte del problema de la educación superior debiera estar centrado acá. Porque lo que no podemos hacer es decir que ahora vamos a volver atrás y formar menos gente.