A quienes fuimos alumnos universitarios durante los años de la Unidad Popular no nos cuentan cuentos. Y tampoco estamos disponibles para contar cuentos, porque lo que ahí pasó fue muy serio, muy grave.
Pertenecemos a una generación que vivió tres años de universidad oligopólica, ideologizada y politizada.
Oligopólica, porque las ocho corporaciones existentes se las ingeniaban para que nadie más pudiera entrar al sistema. Y a eso contribuían incluso las seis privadas, suficientemente satisfechas —¡qué lamentable!— por haber logrado emanciparse de la tutela estatal que, a través de la Universidad de Chile, las había encorsetado durante gran parte de su existencia.
Ideologizada, porque en unas y en otras universidades —en algunas más abiertamente, en otras de modo solapado— se había decidido vincular toda la institución con el proyecto socialista en curso. No faltaron los rectores que así lo declararon, ni tampoco los que generaron espacios académicos para que los profesores marxistas coparan amplios ambientes de investigación, divulgación y docencia. El CESO de la Universidad de Chile y el CEREN de la Universidad Católica fueron dos ejemplos rotundos. Y, en la Universidad Técnica del Estado, ni falta hace precisar: toda ella era una colonia del Partido Comunista. Y a honra lo tienen hasta hoy.
Politizada, porque la vida intelectual y de relaciones humanas se vio fuertemente afectada por la presión de los diversos partidos políticos, especialmente a nivel estudiantil. Les cuesta mucho a los alumnos de hoy imaginar que sus abuelos iban a clases con la camisa amaranto del PC, la gris de la Brigada Universitaria Socialista o la azul democratacristiana, todas rematadas sobre los hombros con unas charreteras que recordaban el sentido militante de los colores respectivos. Quizás sí entienden con mayor facilidad que haya habido un asambleísmo constante, una huelga frecuente y un circunstancial enfrentamiento físico entre unos y otros, porque también ellos, los jóvenes de hoy, han revivido algo de esas malas prácticas.
En ese contexto, ¿era necesario el nombramiento de rectores delegados para intervenir las ocho universidades de la época? Sí, absolutamente.
Lo que los gremialistas habían venido logrando desde 1968 al derrotar a las izquierdas en dos de las ocho federaciones de alumnos que aquellas habían llegado a tener en sus manos, era una auténtica tarea de recuperación de la esencia y actividad universitaria que, desde el 11 de septiembre de 1973, debía practicarse a escala nacional.
Si de una profunda reconstrucción nacional se trataba, un proceso de esa naturaleza no podía achicarse ante el desafío de intervenir las universidades, para restituirles gradualmente su autonomía, perdida por la ideologización y la politización.
¿Podía esa tarea hacerse sin quebrantos entre quienes se habían enquistado en las corporaciones universitarias para cultivar y difundir el marxismo desde ellas, muchos de ellos extranjeros? Imposible.
Pero esa política de saneamiento universitario a la que tanto le deben cada una de las ocho universidades de la época, debía acompañarse de una auténtica readecuación de las relaciones entre libertad y universidad, tan dañadas hasta 1973.
Es lo que se hizo con la legislación que entró en vigencia en los primeros días de 1981 y que tenía tres pilares de gran proyección.
Por una parte, abrir el sistema de educación superior no solo a la creación de nuevas universidades, sino también a dos tipos de instituciones distintas, en los niveles técnicos. Por otra, entregarles a las regiones tuición directa sobre las sedes de las universidades estatales, y convertirlas en universidades autónomas. Y, en tercer lugar, abrir el sistema a nuevos mecanismos de financiamiento, creativos y realistas.
Hoy todo lo anterior parece obvio, parece como la vida misma, pero costó intensos esfuerzos romper las trabas atávicas y ofrecer la libertad.
Por eso, millones, ¡millones! de chilenos se han beneficiado en estos más de 40 años de una nueva institucionalidad en que el oligopolio, la ideologización y la politización fueron reemplazados por la libertad, el rigor científico y la participación. Por supuesto, las izquierdas se han beneficiado también de esas nuevas coordenadas (a veces, fracasando sus proyectos, estrepitosamente), mientras en paralelo han procurado reideologizar, repolitizar y, por supuesto, suprimir la libertad.
No cabe duda alguna de que, en ciertos ambientes universitarios, lo han logrado: son espacios en que hoy vuelve a primar la violencia sobre la razón, la discriminación arbitraria sobre la legítima diversidad, el despilfarro de los recursos sobre la economía universitaria.
Pero, por ahora, y gracias a la libertad restablecida desde 1973, todo joven chileno puede escoger dónde y qué estudiar. Básico, ¿no?