La apertura a la creación de nuevos planteles privados en los 80 generó impacto en el sistema de educación superior del país, particularmente en la masificación de la matrícula, que se haría patente en las décadas siguientes.
La consecuencia inmediata fue que los recintos de educación superior abrieron las puertas a jóvenes que hasta entonces no tenían siquiera entre sus expectativas la posibilidad de estudiar una carrera técnica o profesional. Se completaba así el tránsito desde la educación elitista de los 70 hacia uno tendiente a la universalización.
Hacia fines de la década de 1990, las universidades estatales y privadas tradicionales cubrían, en promedio, un 50% de su presupuesto con aportes del Estado; el 30% con el cobro de aranceles y matrículas, y el 20% restante con la venta de servicios. De esta manera, existía una mayor oferta, pero más proporción del costo de la educación se trasladó a las familias.
Entre las críticas al sistema, desde la década de 1990, estaba el hecho de que los jóvenes que provenían de familias de más altos ingresos tenían mayor probabilidad de ingresar a la educación superior, ya fuera porque la calidad de su instrucción escolar aseguraba su incorporación a universidades del Estado o a tradicionales, o bien, porque podían solventar una carrera en las nuevas universidades privadas.
Para contrarrestarlo, desde el retorno a la democracia, una serie de becas del Mineduc se sumaron al ya existente Fondo Solidario de Crédito Universitario (1981), a la beca Presidente de la República (1981) y la de integración territorial (1988). Surgieron las becas Bicentenario (1991), Indígena (1992), Juan Gómez Millas (1998), para estudiantes destacados que ingresaran a Pedagogía (1998), para hijos de profesionales de la educación (1999), Nuevo Milenio (2001), de reparación (2005) y de excelencia académica y puntaje PSU (2007). Otra alternativa eran los créditos como Corfo Pregrado u otros que ofrecía la banca.
Una de las mayores políticas orientadas a dar acceso a la educación terciaria llegaría en 2006 con el Crédito con Aval del Estado (CAE). Este propuso "un sistema que intermedie recursos desde el mercado de capitales hacia los estudiantes, en condiciones que permitan la devolución de estos fondos en concordancia con el incremento futuro de sus ingresos".
Según el "Primer informe CAE: características de la población deudora e impactos" del Mineduc (2022), más de 1 millón 100 mil estudiantes habían asumido este crédito, desde su creación hasta el 2021. De ellos, el 57% ha egresado, el 27% está estudiando y el 16% no ha terminado.
El CAE permitió que más jóvenes accedieran a la educación superior. De hecho, el 52% de los estudiantes proviene de los dos quintiles de ingresos más bajos, proporción que alcanzó su punto más alto en 2010 (62,5%).
La cuota promedio mensual que pagan los estudiantes es de 1,42 UF (en los casos en que se tiene el cuadro de pago activo y en curso), y su plazo es, tanto para universidades del CRUCh como para privadas, 20 años en promedio. Sin embargo, el informe del Mineduc revela otros datos preocupantes: en el 2020, el 69% de los deudores del CAE en etapa de pago tiene ingresos mensuales promedio inferiores a $750 mil, y en 2021, del total de estudiantes, la morosidad alcanzó el 48%.
Ha habido distintas iniciativas para enfrentar el problema, entre ellas, la que hizo el pago contingente al ingreso, los jóvenes no tendrían que desembolsar más de 10% de su renta en la cuota del crédito. Otras posibles soluciones han sido bloqueadas en el Congreso por falta de acuerdo respecto de cómo debe ser el financiamiento a la educación superior.
Tras el CAE, la segunda política pública con mayor impacto en el financiamiento fue la gratuidad. En su discurso del 21 de mayo de 2015, la presidenta Michelle Bachelet señaló: "A partir de 2016, aseguraremos que el 60% más vulnerable que asista a centros de formación técnica, a instituciones profesionales, acreditados y sin fines de lucro, o a universidades del CRUCh, acceda a la gratuidad completa y efectiva, sin beca ni crédito".
Desde mediados de la década pasada, la condonación de la deuda del CAE se convirtió en tema central de las discusiones políticas en torno a la educación universitaria.
Este fue uno de los ejes de campaña del Presidente Gabriel Boric, quien en su reciente Cuenta Pública reafirmó: "Terminar con el Crédito con Aval del Estado (CAE), establecer un nuevo sistema de financiamiento para quienes no tienen gratuidad y aliviar la carga de deudas educativas que parecen eternas, son compromisos que vamos a abordar con convicción y diálogo. El año pasado me comprometí a ingresar un proyecto en la medida que seamos capaces de ponernos de acuerdo respecto de un nuevo pacto fiscal. Ese compromiso sigue en pie".
En búsqueda de la calidad
Con la ampliación del acceso, la preocupación se centró en la calidad.
La Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza entregaba a un Consejo Superior de Educación el licenciamiento de las nuevas universidades, examinando distintos aspectos de la institución hasta que, transcurridos algunos años, les otorgaba la autonomía. Sin embargo, las demás casas de estudios, tanto públicas como privadas, que ya habían obtenido esa autonomía, quedaban al margen de cualquier proceso evaluativo.
Como consecuencia de la heterogeneidad de los planteles, en 1999, el Ministerio de Educación buscaría una forma de asegurar la calidad mediante comisiones para la acreditación voluntaria de pregrados y posgrados. A partir de la experiencia del trabajo de estas comisiones, se promulgó el 17 de noviembre de 2006 la Ley 20.129 de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior.
La nueva norma creó el
Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad que cumpliría su función mediante distintos organismos. Por ejemplo, en 2007 se constituyó la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), que desarrollaría los procesos de acreditación institucional, la autorización y supervisión de agencias acreditadoras, la acreditación de los programas de posgrado y la información pública de las decisiones correspondientes al ejercicio de estas funciones (María José Lemaitre, 2015).
A pocos años de su creación y luego de recibir críticas por los eventuales conflictos de interés que existían en la CNA, el Mineduc solicitó una evaluación internacional al sistema. Así, en 2012, una misión de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) visitó el país y emitió un informe donde reveló falta de liderazgo y propuso una serie de acciones para mejorar el sistema de aseguramiento de la calidad.
La acreditación institucional continúa siendo una preocupación. A pesar de ser obligatoria para la postulación de beneficios del Estado, en 2018, por ejemplo, solo la mitad de las instituciones autónomas había certificado su calidad; de ellas, solo tres universidades y un instituto profesional tenían los siete años de mayor reconocimiento.
UC, la mejor de Latinoamérica
Pero un grupo de universidades mostró un fuerte desarrollo en calidad, investigación científica y vinculación con el medio, lo que les permitió destacar no solo a nivel nacional, sino también regional.
El último ranking QS situó a la U. Católica como la mejor institución universitaria de Latinoamérica por sexto año consecutivo; le siguen, la U. de São Paulo y la U. de Chile, que en los últimos cinco años avanzó desde la séptima posición a la tercera.
En el mismo ranking, de los 100 mejores planteles universitarios de la región, 16 son chilenos. Además de la UC y U. de Chile, aparecen la U. de Concepción (12°), U. de Santiago de Chile (14°), PUCV (22°), Adolfo Ibáñez (25°), Técnica Federico Santa María (29°), Austral de Chile (35°), Diego Portales (38°), de los Andes (52°), de Talca (54°), Andrés Bello (56°), de La Frontera (63°), de Valparaíso (70°), del Desarrollo (82°) y Católica del Norte (94°). La mayoría de ellas mejoró su posición respecto del 2022.